El derecho a la huelga, a disentir de las decisiones del Gobierno, a opinar libre y públicamente de cualquier asunto, propio o ajeno, está recogido por nuestra Constitución. Su ejercicio no es un deber, pero sí una decisión que debiera estar libre de toda injerencia externa. Los derechos de opinión y manifestación provienen de una larga tradición, liberal en el caso de la libre expresión y socialista en relación al derecho a huelga y manifestación.
La manifestación del desacuerdo entre la ciudadanía y el Gobierno nace en el Estado moderno a partir de un hecho explícito, que a día de hoy posee una legitimidad moral universal: la necesidad de recuperar el derecho a subsistir dignamente, a tener un trabajo desde el que dar de comer a los tuyos. Las huelgas y manifestaciones modernas tienen su origen en una demanda básica y de rotunda simplicidad. Como diría Spinoza, todo ser humano tiene la necesidad de permanecer en su ser, de continuar su existencia. Esto implica tener abrigo, cobijo, alimento y salud. Un buen gobierno es aquel que propicia que la ciudadanía tenga acceso a estos derechos inalienables, base primigenia del contrato social entre gobernantes y gobernados. Cuando este contrato se rompe, es lógico y legítimo que la ciudadanía ejerza su derecho a manifestar su disensión por cualquier medio que permita el Estado de Derecho. Incluso, llegado el caso en el que este disenso adquiera proporciones generales, es también legítimo obligar al Ejecutivo a dimitir por negligencia, por incumplimiento flagrante de su contrato con la ciudadanía.
A menudo leemos en la prensa y vemos a través de la televisión numerosas declaraciones de políticos que con soberbia y sordera autocomplaciente eluden rendir cuentas de estos derechos constitucionales. Es más, se amparan en el poder que les ha cedido temporalmente la ciudadanía para hacer de su capa un sayo y tomar la voz popular como mero ruido de fondo o disrupción marginal. Es el caso de Ana Botella, quien no solo ha demostrado carecer de la más mínima sensibilidad social, sino que además se atrinchera en una peligrosa obstinación, rayana con el totalitarismo. De hecho, ante el aluvión de críticas tuvo que mudar esta actitud por un tímido acomodo pragmático, a fin de calmar los ánimos. En un principio, se negó rotundamente a atender a los mineros de la marcha negra; ante la intención de éstos de acampar en plena Castellana, movió pieza, instada por el Ministerio del Interior, y les ha cedido instalaciones donde dormir. Pura estrategia política; el Ejecutivo no desea encontrarse con que las portadas de todos los periódicos ilustran una marea humana, instalada en pleno Madrid, pidiendo lo obvio. Hay que esconder el polvo bajo la alfombra.
El Ejecutivo se mantiene erre que erre en su feudo estratégico, subrayando cada día que está haciendo lo que debe hacer, pero obviando a su vez las consecuencias sociales que estas decisiones llevan consigo, los dramas humanos que provocan, las injusticias y desequilibrios económicos que llevan aparejadas. Insta a la ciudadanía a mantenerse callada ante su gestión, a mirar hacia otra parte mientras tus vecinos o tú mismo vemos cómo la posibilidad de un futuro mínimamente digno se disipa a pasos agigantados. El Gobierno obvia adrede reconocer que su principal función y objetivo es preservar la subsistencia de la ciudadanía a la que presta servicio. Hace unas décadas quizá estuviera en juego una mejora de los servicios sociales, pero hoy tristemente vuelve a ponerse sobre la mesa, como sucediera en siglos anteriores, la defensa inapelable a derechos básicos que deben cubrir necesidades perentorias de abrigo, cobijo, alimento y salud. La realidad se impone a la logística política, se impone por encima de palabras huecas. A estas alturas el Ejecutivo debe reconocer que o satisface las necesidades primarias de la ciudadanía, de todos y cada uno, o deberá retirarse antes de que su honra se convierte en vergüenza ajena.
Ramón Besonías Román
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