Catecismos



La Ilustración y su ingenuo optimismo por el progreso, ayudado por el positivismo cientificista, propició durante siglos posteriores teorías políticas, tanto liberales como de izquierda, que se fundaban en un determinismo que defendía una imagen apriorística acerca del futuro de las sociedades modernas. Casi siempre se toma como ejemplo de esta actitud intelectual el caso comunista y su proyecto de sociedad sin clases. Lenin aplicaría medidas corrosivas sobre el presente en función de una visión redentora del futuro. No realizaba una planificación política, no aplicaba medidas sobre el futuro más inmediato en función de un análisis exhaustivo del presente; Lenin creía poseer una imagen nítida de lo que debía ser el futuro y sobre esa entelequia organizaba sus acciones, a costa incluso de sacrificar principios morales básicos -por ejemplo, el respeto por la vida humana-. Años después sería Stalin el encargado de aplicar de manera cruel e inmisericorde este determinismo amoral sobre su propio pueblo. El comunismo venía a ser una especie de mesianismo laico, pero teñido de un implacable maquiavelismo.

Sin embargo, estos proyectos políticos mesiánicos, que parten de un catecismo inicial sobre el que ajustan sus decisiones políticas, no provinieron tan solo de un pensamiento de izquierda. El liberalismo clásico llevaba ya en sus orígenes una influencia poderosa del cientificismo positivista, mezclado con un darwinismo  inquietante, que acabaría influyendo en la teoría económica del siglo XX hasta nuestros días. En primer lugar, poseía una imagen idealizada de los mercados; lo que la Escuela de Chicago -Milton Friedman a la cabeza- denomina teoría de los mercados eficientes, según la cual el sistema de competencia entre los participantes que intervienen en el mercado financiero conduce necesariamente a un equilibrio, ya que todos poseen acceso igualitario a la información. Esta teoría parte de la idea de que se trata de un sistema perfecto de interacción egoísta que acaba beneficiando a todos. Todos ganan, en función del riesgo asumido.

Esta tesis ha quedado ampliamente invalidada por la actual crisis financiera. Numerosos economistas han demostrado su inconsistencia científica; es el caso de Joseph Stiglitz, que demostró que la adquisición de información es asimétrica, o John Nash, que estableció que la eficiencia no puede alcanzarse a través de la mera competencia, a menos que todos los participantes persigan un objetivo común. Por su parte, Hyman Minsky afirmó que los mercados financieros son altamente inestables y que necesitan de una regulación.

El modelo teórico estándar de la economía capitalista actual considera a los mercados como organismos que poseen su propio sistema homeostático; es decir, los mercados se autorregulan inteligentemente, sin necesidad de injerencias políticas externas. Es más, estas injerencias políticas vienen a ser un virus que desequilibra el sistema; de ahí que haya que limitarlas, y de ahí que el liberalismo posterior tendiera hacia la defensa de un Estado mínimo, hacia una intervencionismo estatal reducido a la gestión pública de servicios comunes y la protección de los intereses individuales. Esta concepción de la economía se ha convertido durante el siglo XX en la Teoría seguida por los gobiernos occidentales -estén regidos éstos por políticas liberales o por socialdemócratas- a modo de catecismo dogmático al que gobernantes y ciudadanos debíamos adorar, con la confianza de que sin duda propiciaría un Estado de Bienestar perpetuo. Y así parecía ser, hasta que la crisis financiera nos ha hecho despertar del sueño dogmático. Al igual que el mito comunista de un paraíso en vida murió con la caída del muro berlinés, la crisis financiera debiera despertar en nosotros la lucidez y comenzar a pensar un modelo económico más flexible, intelectualmente hablando, y sensible con las posibles consecuencias perversas que la aplicación de unas determinadas medidas económicas pueden ocasionar a las clases sociales más desfavorecidas. 

El modelo estándar neoliberal es profundamente amoral; se basa en el cálculo analítico, en la previsión de datos, y sobre esta matemática perversa ajusta sus medidas políticas. El objetivo primero de esta economía no es propiciar un equilibrio económico, un acceso a bienes básicos para todos y cada uno de los ciudadanos; su logística se basa en el ajuste de datos, sin necesidad de recurrir a una evaluación de daños sociales a los que acaba catalogando de daños colaterales. Ya Marx avisó sobre los peligros de una economía política insensible con las necesidades reales del ciudadano; para él, se trataba en realidad de una ideología soterrada, deformante, que en el fondo mantenía el estatus de los poderes económicos de cada época. Por esta razón, el neoliberalismo siempre ha sido tan resistente al intervencionismo estatal, a la regulación de los mercados financieros. Una regulación supondría imponer al mercado objetivos morales inapelables; es decir, que nadie gana si no ganamos, en cierta medida, todos. Esto es lo que se denomina un Estado Social, una comunidad de ciudadanos cuyo futuro está entrelazado por principios morales que aseguran el bienestar no de la mayoría o de unos pocos, sino de todos y cada uno de los ciudadanos. 

La economía financiera desregulada nos ha vendido durante más de un siglo una concepción idealizada de los mercados, agazapada en el adagio liberal de que el interés individual es en realidad una condición necesaria para que exista bienestar común, y que es absurdo y contraproducente limitar la libertad de acción de los mercados financieros. La crisis económica actual ha demostrado que esta desregulación ha sido ingenua y ha permitido que aquellos que menos responsabilidad tienen paguen con mayor virulencia sus consecuencias. Pese a que el movimiento 15-M haya defendido a viva voz su desconfianza en la política como vehículo de transformación social, a la luz de lo sucedido es sensato afirmar que solo a través de la política, una política comprometida con la ciudadanía real, se puede favorecer el cambio de rumbo. Para ello debe darse necesariamente un divorcio entre los objetivos del sistema financiero y los de los gobiernos nacionales y organismos internacionales. La política debe proteger a los ciudadanos contra los excesos del sistema financiero, imponiéndoles medidas de control y evaluación que aseguren la sostenibilidad social de la economía. De lo contrario, el pueblo soberano deberá ejercer su derecho a la disensión y el castigo en las urnas. La abstención es un derecho legítimo que a la luz de los acontecimientos adquiere cada vez mayor significatividad.

Ramón Besonías Román

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