Todos aquellos que se ven sometidos al escrutinio meticuloso de la opinión pública coinciden en un deseo unánime: lograr el anonimato, un espacio de intimidad alejado de la canícula mediática. Ser un personaje público transmuta la identidad en un esperpento dibujado a libre albedrío por la voraz mirada del espectador. Zapatero debe tener en estos meses una sensación ambivalente; por un lado desea acabar la faena con dignidad, pese a recibir flechas desde todas las direcciones, y por otro, es predecible que pensará en su cese con alivio. Por fin podrá diluirse en la cotidianeidad, ver el toro desde la barrera, opinar sin la responsabilidad que lleva implícito el cargo. Aún así, será fácil que permanezca en la memoria colectiva como el dirigente de la crisis, el capitán del Titanic nacional. La fama nos precede, olvidando el índice de nuestra biografía. La opinión pública busca la sangre fresca, el directo rutilante, la sensación presente. Zapatero será recordado durante mucho tiempo como un gobernante en el filo de la navaja, movido por el inmisericorde tifón de los acontecimientos, superado por la realidad. Y cuando alguien yerra en plena calle, sin posibilidad de defensa, da igual si fue en su vida pasada un ciudadano modelo, un saco de virtudes. El pueblo padece de amnesia, de ahí que para él solo cuente el epílogo, la coda de la legislatura, el cierre de página.
Sin embargo, todos fuimos santos antes de tirar la piedra sobre el tejado equivocado. A todos nos gustaría ser recordados por una trayectoria, no por las grietas que dejamos en el camino. Zapatero fue un buen gobernante en materia social. Su llamado talante fue encomiable en época de vacas gordas, armando el Estado de Derecho de libertades amplificadas, derechos olvidados, perogrulladas sin ley que las amparase. No deberíamos olvidar esto, sobre todo si algún día viniera un ejecutivo desaprensivo y se le ocurriera deshacer lo andado. Sin embargo, los logros no achican en nada los errores cometidos (como tampoco éstos debieran borrar los aciertos). Zapatero ha sido un mal gestor económico. No supo ver a tiempo la gravedad de jugarse nuestra baza a un solo sector, el inmobiliario. Debió verlas venir; quizá no la crisis, pero sí la corruptela y el oportunismo que una burbuja económica puede llegar a generar. El derroche consentido, hacer oídos sordos a una ciudadanía que ya hace años que avisaba de lo evidente; no blindar el sistema fiscal contra aprovechados y arribistas, no diversificar el mercado nacional (más allá de la construcción o el turismo), no imponer -cuando la crisis era ya una verdad a voces- un modelo económico valiente y sincero, comprometido en proteger a la clase media y exigente con la banca y a las grandes empresas y fortunas. El ciudadano esperaba que aquel arrojo que Zapatero demostró en lo social tuviera su gemelo en lo económico; pero no fue así.
En los últimos meses, Zapatero se ha plegado en el miedo a las consecuencias; no ha sabido imponer un modelo alternativo en Europa ni explicar a la ciudadanía por qué hacía lo que hacía. Nos impuso el techo, sin mediar parlamento; asintió a todo lo que Merkel y Sarkozy dictaba, sin aportar sus ideas y recetas. Los ciudadanos que confiamos en un proyecto progresista, esperábamos que el ejecutivo no hiciera sucumbir el orden social en manos del sistema económico; sentimos que algo estaba fallando y que debía restituirse la sensatez, aprendiendo de la experiencia. La enseñanza apofántica de Zapatero pide una reflexión serena en los tiempos y firme en las convicciones. Esta es la aportación que Rubalcaba demanda y a la que nos unimos aquellos que no hacemos de la frustración un argumento para la claudicación. Las taras, errores y grietas del pasado deben ser una premisa más con la que construir el futuro. Nadie debiera huir de su familia porque ésta no sepa afrontar los embates de la realidad; más que nunca debe unirse a ella, con determinación y espíritu crítico, requiriéndole un cambio sincero y expeditivo. Es hora de no ceder en nuestras creencias de un equilibrio socioeconómico real y alentar una confianza escéptica y vindicativa, nunca cínica y derrotista. La izquierda progresista debe reponerse y aprender, saber reconocer los errores con humildad y capacidad de regeneración. Rectificar y actuar en consecuencia. Los retos que impone un tiempo de zozobra son mayores que aquellos que requiere una época de bonanza, y debemos estar a la altura de las circunstancias, con determinación y capacidad de sacrificarnos por la ciudadanía, sin miedo a perder el amor de las urnas.
Sin embargo, todos fuimos santos antes de tirar la piedra sobre el tejado equivocado. A todos nos gustaría ser recordados por una trayectoria, no por las grietas que dejamos en el camino. Zapatero fue un buen gobernante en materia social. Su llamado talante fue encomiable en época de vacas gordas, armando el Estado de Derecho de libertades amplificadas, derechos olvidados, perogrulladas sin ley que las amparase. No deberíamos olvidar esto, sobre todo si algún día viniera un ejecutivo desaprensivo y se le ocurriera deshacer lo andado. Sin embargo, los logros no achican en nada los errores cometidos (como tampoco éstos debieran borrar los aciertos). Zapatero ha sido un mal gestor económico. No supo ver a tiempo la gravedad de jugarse nuestra baza a un solo sector, el inmobiliario. Debió verlas venir; quizá no la crisis, pero sí la corruptela y el oportunismo que una burbuja económica puede llegar a generar. El derroche consentido, hacer oídos sordos a una ciudadanía que ya hace años que avisaba de lo evidente; no blindar el sistema fiscal contra aprovechados y arribistas, no diversificar el mercado nacional (más allá de la construcción o el turismo), no imponer -cuando la crisis era ya una verdad a voces- un modelo económico valiente y sincero, comprometido en proteger a la clase media y exigente con la banca y a las grandes empresas y fortunas. El ciudadano esperaba que aquel arrojo que Zapatero demostró en lo social tuviera su gemelo en lo económico; pero no fue así.
En los últimos meses, Zapatero se ha plegado en el miedo a las consecuencias; no ha sabido imponer un modelo alternativo en Europa ni explicar a la ciudadanía por qué hacía lo que hacía. Nos impuso el techo, sin mediar parlamento; asintió a todo lo que Merkel y Sarkozy dictaba, sin aportar sus ideas y recetas. Los ciudadanos que confiamos en un proyecto progresista, esperábamos que el ejecutivo no hiciera sucumbir el orden social en manos del sistema económico; sentimos que algo estaba fallando y que debía restituirse la sensatez, aprendiendo de la experiencia. La enseñanza apofántica de Zapatero pide una reflexión serena en los tiempos y firme en las convicciones. Esta es la aportación que Rubalcaba demanda y a la que nos unimos aquellos que no hacemos de la frustración un argumento para la claudicación. Las taras, errores y grietas del pasado deben ser una premisa más con la que construir el futuro. Nadie debiera huir de su familia porque ésta no sepa afrontar los embates de la realidad; más que nunca debe unirse a ella, con determinación y espíritu crítico, requiriéndole un cambio sincero y expeditivo. Es hora de no ceder en nuestras creencias de un equilibrio socioeconómico real y alentar una confianza escéptica y vindicativa, nunca cínica y derrotista. La izquierda progresista debe reponerse y aprender, saber reconocer los errores con humildad y capacidad de regeneración. Rectificar y actuar en consecuencia. Los retos que impone un tiempo de zozobra son mayores que aquellos que requiere una época de bonanza, y debemos estar a la altura de las circunstancias, con determinación y capacidad de sacrificarnos por la ciudadanía, sin miedo a perder el amor de las urnas.
Ramón Besonías Román
Los que abominamos del dogmatismo, hemos aprendido a convivir con nuestras contradicciones, porque sabemos que nadie (ni nada) es perfecto en este perro mundo. Item más, somos conscientes de la ardúa tarea del gobernante, Sísifo aplastado por la gran piedra de su responsabilidad, porque partimos de nuestra propia experiencia en la gobernanza de las pequeñas células (la familia, la comunidad de propietarios...) Esa es la razón por la que no abdicamos de nuestras ideas, ni claudicamos. Y por la que estoy de acuerdo contigo
ResponderEliminarArdua, quise decir
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