Dicen, cuentan que hubo un tiempo en el que la política -como el fútbol- se ejercía con elegancia semántica y honestidad moral, que los diputados se ganaban su autoridad a base no de golpes en bajo vientre o puñaladas mezquinas, sino en argumentos, pura y limpia capacidad de seducción y astucia dialéctica. Quizá elogiar el tiempo pasado en detrimento del presente sea un ejercicio de injusticia; lo más probable. Pero lo cierto es que uno, como otros muchos ciudadanos, echa en falta en el hemiciclo mayor pulcritud argumentativa y sincera voluntad de diálogo. Quiero pensar que no siempre las artes políticas fueron un subgénero de reality show o de una pelea de gallos. Aún tengo ilusión en que la clase política recuerde el catecismo de principios en el que se rige la biblia democrática. Escuchar no es lo mismo que oír, dialogar no es igual que tolerar, disentir no lleva aparejada la necesidad de escarnio y contumacia. El político olvida, seducido por el canto de sirenas de las urnas, que al vender su honestidad a cambio de votos, al plegarse por supervivencia al juego sucio, pierde con ello su derecho a obtener del pueblo la legitimidad que pide prestada por cuatro años.
Un cinismo nihilista planea sobre la actividad política, que ha dejado de creer en la honestidad como una estrategia eficaz, compatible con el apoyo popular. Con la sinceridad no se va a ninguna parte, opinan los analistas políticos; es más eficaz mentir, horadar atajos de falsa verosimilitud con los que mantener contento al soberano, a la espera de que amaine. Echar limón sobre el pescado viejo, mezclar medias verdades con mentiras, construir un discurso maniqueo, de buenos (nosotros) y malos (los otros), de fracasados e invictos, blanco y negro. ¿Quién pierde con esta actitud? La ciudadanía, el pueblo soberano, la Democracia, el sentido común (el menos común de los sentidos).
En tiempos de crisis, la ciudadanía siente desazón y cansancio al observar cómo la clase política no declara de una vez por todas un estado de excepción, un espacio de exclusión bélica, un armisticio político, exigido por el impasse de las circunstancias. Se echa en falta establecer en el Congreso un marco de intersección dialógica en el que todos los grupos políticos pongan como único e inmutable principio la voluntad de consenso, en aras de conseguir acuerdos generales en materia de derechos básicos (sanidad, educación, empleo y asistencia social). Solo a través de este consenso puede tener asegurado la ciudadanía un futuro más prometedor. Un barco, sometido al fragor de la tempestad, no puede soportar durante mucho tiempo que su tripulación amenace con motín, dispersando sus energías en dialécticas peregrinas. La zozobra se aplaca con unidad y autoridad.
Ahora bien, la lógica electoral enseña a los políticos a adoptar una actitud contraria. ¿Quién querría votar a un partido que está abierto a dialogar, a unir voluntades en un proyecto político en el que ideologías dispares tengan su propia voz? Una estrategia electoral que venda su voluntad de diálogo como santo y seña está condenada a ser estigmatizada como pusilánime o suicida. Gana más votos la descalificación del discurso ajeno y la exaltación del catecismo ideológico, el aforismo mediático, el titular estelar, la retórica del circunloquio, la doble verdad, el globo sonda, el tira la piedra y esconde la mano, la leña sobre el árbol caído. Gana más, o eso es lo que hasta ahora habían creído. Los movimientos sociales nacidos al auspicio de la red demuestran un ethos emocional de profundo desencanto, de desmitologización política, de escepticismo solipsista, que no debiera ser obviado por la clase política, ya que puede conducir en una década al nacimiento de radicalismos políticos, querencia a los populismos o desapego hacia las urnas. Movimientos como el 15M, a pesar de poseer un carácter vindicativo, representan también una cierta atonía social, una voluntad distópica, una alergia militante hacia el compromiso político, provocada principalmente por la inercia política al autismo y al corporativismo, a una dialéctica hueca y una egotista voluntad de disentir a priori, sin derecho a una escucha activa, a un proceso dialógico sincero. El Congreso dejó de ser un parlamento hace mucho, una cámara de diálogo, un espacio para el consenso, para convertirse en un gallinero repleto de lobos hambrientos, en darwinista lucha por la presa.
¿Es posible hacer una política dialógica, de consenso? Sí, rotundamente sí. Solo hace falta que alguien se atreva a ponerle el cascabel al gato, que tenga la suficiente valentía para sacrificar su futuro político en beneficio de una legislatura al servicio de la ciudadanía. ¿Alguien se anima?
Un cinismo nihilista planea sobre la actividad política, que ha dejado de creer en la honestidad como una estrategia eficaz, compatible con el apoyo popular. Con la sinceridad no se va a ninguna parte, opinan los analistas políticos; es más eficaz mentir, horadar atajos de falsa verosimilitud con los que mantener contento al soberano, a la espera de que amaine. Echar limón sobre el pescado viejo, mezclar medias verdades con mentiras, construir un discurso maniqueo, de buenos (nosotros) y malos (los otros), de fracasados e invictos, blanco y negro. ¿Quién pierde con esta actitud? La ciudadanía, el pueblo soberano, la Democracia, el sentido común (el menos común de los sentidos).
En tiempos de crisis, la ciudadanía siente desazón y cansancio al observar cómo la clase política no declara de una vez por todas un estado de excepción, un espacio de exclusión bélica, un armisticio político, exigido por el impasse de las circunstancias. Se echa en falta establecer en el Congreso un marco de intersección dialógica en el que todos los grupos políticos pongan como único e inmutable principio la voluntad de consenso, en aras de conseguir acuerdos generales en materia de derechos básicos (sanidad, educación, empleo y asistencia social). Solo a través de este consenso puede tener asegurado la ciudadanía un futuro más prometedor. Un barco, sometido al fragor de la tempestad, no puede soportar durante mucho tiempo que su tripulación amenace con motín, dispersando sus energías en dialécticas peregrinas. La zozobra se aplaca con unidad y autoridad.
Ahora bien, la lógica electoral enseña a los políticos a adoptar una actitud contraria. ¿Quién querría votar a un partido que está abierto a dialogar, a unir voluntades en un proyecto político en el que ideologías dispares tengan su propia voz? Una estrategia electoral que venda su voluntad de diálogo como santo y seña está condenada a ser estigmatizada como pusilánime o suicida. Gana más votos la descalificación del discurso ajeno y la exaltación del catecismo ideológico, el aforismo mediático, el titular estelar, la retórica del circunloquio, la doble verdad, el globo sonda, el tira la piedra y esconde la mano, la leña sobre el árbol caído. Gana más, o eso es lo que hasta ahora habían creído. Los movimientos sociales nacidos al auspicio de la red demuestran un ethos emocional de profundo desencanto, de desmitologización política, de escepticismo solipsista, que no debiera ser obviado por la clase política, ya que puede conducir en una década al nacimiento de radicalismos políticos, querencia a los populismos o desapego hacia las urnas. Movimientos como el 15M, a pesar de poseer un carácter vindicativo, representan también una cierta atonía social, una voluntad distópica, una alergia militante hacia el compromiso político, provocada principalmente por la inercia política al autismo y al corporativismo, a una dialéctica hueca y una egotista voluntad de disentir a priori, sin derecho a una escucha activa, a un proceso dialógico sincero. El Congreso dejó de ser un parlamento hace mucho, una cámara de diálogo, un espacio para el consenso, para convertirse en un gallinero repleto de lobos hambrientos, en darwinista lucha por la presa.
¿Es posible hacer una política dialógica, de consenso? Sí, rotundamente sí. Solo hace falta que alguien se atreva a ponerle el cascabel al gato, que tenga la suficiente valentía para sacrificar su futuro político en beneficio de una legislatura al servicio de la ciudadanía. ¿Alguien se anima?
Ramón Besonías Román
Ramón, la política es sucia y no sé si puede ser de otra manera. Debajo de los grandes principios hay vividores nada idealistas que hacen de la actividad su modo de vida y no es lo mismo ganar que perder las elecciones. Van implicados muchos puestos de trabajo a favor de uno o de otro. No hay voluntad de consenso fuera de algún intento honesto. Pienso en el ministro de Educación Ángel Gabilondo que ha procurado llegar a pactos estables con el PP, pero ha sido imposible.
ResponderEliminarEn Estados Unidos, un país de admirable tradición democrática, exhibe también la política más sucia y rastrera que pueda imaginarse.
Los que se dedican a la política sólo ansían el poder, debe ser una droga, no sé. Y en ese juego está aplastar al partido rival, no darle ni agua.
En medio están los ciudadanos que muchas veces se contagian de ese espíritu cainita. Sólo hay que ver lo que se escribe en foros de opinión de la prensa digital. Hay mucha mala baba.
Lo que escribes es muy razonable pero me temo que es un sueño. Desgraciadamente.
Saludosl
Es cuestión de actitudes. Como dices, en política existen personas honestas que intentan hacer su trabajo con estilo democrático y respeto. Es una pena no prestar atención a estos y sí a los que empañan el panorama.
ResponderEliminarTodo, Joselu, mal que nos pese, sigue dependiendo de nosotros, de nadie más.