Los carcañales de la abuela Quica



Publicado en Barra Libre
Publicado en el diario Hoy, 1 de octubre de 2011

Mi primera incursión en el frondoso universo de las palabras tuvo como extraordinaria maestra de ceremonias a mi abuela Quica, un diccionario abierto a vocablos rescatados del olvido de la tradición oral. Gracias a mi abuela descubrí palabras que en un principio creí imposibles, fruto de su imaginación efervescente. Gustaba solicitarle -por puro placer- que me enseñara una nueva, o que repitiera una en concreto y me explicara su significado; en su voz resonaban con un acento siempre virgen y amplificado. Pero no todas le salían tan afinadas y teatrales. Las palabras que provenían de su memoria remota, de su catálogo emocional, de su vida en su pueblo, Alburquerque, aprendiendo desde muy niña el oficio de su madre, la artesanía del hilo y el alfiler, le salían espontáneas, como si hubiera nacido con ellas en la mente. Sin embargo, palabras modernas, urbanas, industriales, no era capaz de tejerlas con igual competencia. Recuerdo que nos gustaba -los niños pueden ser muy crueles- a mis primos y a mí oírle decir helicóptero. Ella sonreía, siguiéndonos el juego con complicidad, y de pronto emitía el vocablo con prisa, a trompicones, como lo hace el tartamudo, queriendo evitar ceder con ello al fracaso: he-li-co-te-ro. Una risotada unánime inundaba la casa de mi abuela; ella reía con nosotros y repetía su dislexia sin pudor para que cayéramos por fin por el suelo, muertos de risa.

Cuando tenía ocho o diez años, me encantaba quedarme los fines de semana en casa de mi abuela Quica. Y ella disfrutaba teniéndome para ella sola. Recuerdo que un día antes de ir a su casa, iba ella a la carnicería más cercana y compraba un kilo de alas de pollo. Sabía que eran mi devoción; podía comer alas de pollo hasta la extenuación, apurando con delectación los huesos hasta sus tuétanos. Aún hoy tengo asociada esta comida con mi abuela. Un fin de semana con Quica era una lección magistral de semántica avanzada. ¡Abuela, recuérdame qué son los carcañales!, le pedía con avidez científica. Mi abuela, con paciencia, plegaba su pierna para mí, enseñándome su talón. Hoy, ningún sinónimo de carnañal puede sustituir su belleza agreste, su sabiduría fonética. Decir talón es como utilizar un genérico, un término universal para que todos te entiendan; afinar con su acepción culta -espolón de calcáreo- sería caer en una pedantería improcedente. Carcañal, no con ele, con ere rotunda.

Podemos aprender a ampliar nuestro vocabulario, alargar su ancha sombra a lo largo de nuestra existencia, leer, estudiar, memorizar la basta superficie de la demografía semántica, pero al final las palabras que perviven son aquellas que sellaron su impronta en nuestra infancia. Aún hoy sigo sorprendiéndome a mí mismo al repetir la palabra puñetas; en plural y con énfasis tonal. No el término del sastre, no la referencia onanista; la exclamación, el subrayado emocional es lo que importa. Cuando algo se estropea o no sale bien, se va a hacer puñetas; cuando te entran ganas de borrar del mapa la imagen de algún indeseable, lo mandas a hacer puñetas; cuando la vida muestra su cara más inusual o extraordinaria, plegándonos a la perplejidad, decimos ¡puñetas! La conjunción fonética de la pe, la eñe y la te hacen el milagro de orquestar un concierto prodigioso. Pero quien marca el énfasis emocional, quien fija ritmo y tono del vocablo es la eñe, la decimoquinta de 27, a la derecha de la ele en el teclado, la sonante, la nasal, la palatal; el velo de nuestro paladar baja su telón carnoso para dejar entrar el aire por nuestra nariz y quedarse en nuestra lengua. La eñe es una ene con bisoñé, un señor encamado. La eñe sin su virgulilla se siente desnuda y calva. Dicen los filólogos que en un principio la eñe era una doble n, pero que para economizar espacio en los textos, una de ellas se alzó sobre su hermana gemela y con el tiempo, para estilizar la torre, la ene superior tornó en la singular tilde que ahora ondea. Esta feliz mutación lingüística convirtió a la eñe en la letra emblema de nuestra lengua, la espaÑola. Pero para el que escribe, la eñe es la de puñetas, niño, añicos, añejo, peñasco, pañal, coño, ñoño, ñú, la eñe de mi infancia, la de mis fines de semana en Quica, comiendo alas de pollo y haciendo del diccionario un juego sobrenatural.

Ramón Besonías Román

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