Por una puerta entreabierta aparece rodando una pequeña pelota que atraviesa un salón en el que juegan alegremente un bebé y un gato. ¿Cuál será la reacción de nuestros protagonistas? Como el lector podrá intuir, la conducta refleja del bebé será diferente a la del gato. Mientras el felino decide corretear tras la pelota hasta darle caza, el cuadrúpedo en pañales girará su cabeza hacia la puerta, intrigado por el origen del suceso. Ambos mamíferos se comportan de esta forma movidos por su naturaleza; la del gato, depredadora, y la del bebé, curiosa. Aunque el famoso dicho («la curiosidad mató al gato») parezca contradecir nuestra historia, es previsible que en una competición de curiosidad el ser humano ganaría al felino doméstico por holgada distancia.
No hace mucho que sentí esta misma innata querencia hacia la ciencia detectivesca cuando leía en la prensa la siguiente aseveración: «Goldman Sachs prevé una recaída en la recesión en España». Sin embargo, no fue el augurio de recesión lo que llamó mi atención (como tampoco atrajo mucho al bebé de nuestra historia la pelota rodante); mi curiosidad se ciñó en saber quién era ese tal Goldman Sachs. Hurgando en su identidad, pude descubrir que no se trataba de una marca de caramelos o de infusiones, sino de The Goldman Sachs Group, Inc., el grupo de inversión más poderoso del planeta. Un banco de inversión viene a ser una especie hombre de negro tarantiniano que facilita a empresas y gobiernos el dinero que necesitan para sus inversiones, a través de la emisión y venta de valores en los mercados de capitales. Si vas a Nueva York, podrás ver su impotente pero impersonal edificio de oficinas en el número 85 de Broad Street. Goldman Sachs debe su nombre a sus fundadores, Marcus Goldman, inmigrante judío-alemán, y su yerno Samuel Sachs. Ambos sentaron las bases de este próspero negocio a finales del siglo diecinueve. Y hasta hoy.
«Los Gobiernos no dirigen el mundo, lo gobierna Goldman Sachs», afirmó hace unos días el polémico bróker norteamericano, Alessio Rastani, conocido semanas atrás en medio mundo por augurar la hecatombe que cree que se le avecina al mundo civilizado, especialmente a Europa. Rastani exorciza los temores del ciudadano occidental, afirmando sin despeinarse que el mundo está en manos de cuatro jinetes financieros; a saber: JP Morgan, Citibank, Bank of America y nuestro protagonista, Goldman Sachs. Entre ellos se meriendan el 94% del riesgo en productos derivados que atesoran los bancos estadounidenses, lo que viene a ser 16 veces el PIB de Estados Unidos. Ahí es nada. No me extraña que en 2008, cuando la crisis asomó la cabeza en el horizonte, la Casa Blanca asintiera con docilidad ante las recetas de Goldman Sachs, que de la noche a la mañana se convertiría en un banco comercial (comprado, por cierto, por el principal accionista de Cola-Cola). Casi todos los grandes gobiernos y organismos internacionales del mundo tienen en sus filas como consejeros a un chico ex-Goldman Sachs. Pero no se queda ahí la cosa; Goldman Sachs ocultó adrede la previsión de que Grecia entrara en picado en una crisis sistémica. Desestabilizar al euro es uno de los objetivos más previsibles de todos aquellos que añoran poner de nuevo al dólar como moneda mundial. Estados Unidos comienza a bascular su confianza hacia nuevos mercados más que emergentes, como el llamado grupo BRIC (Brasil, Rusia, India y China), mientras que por otro lado se gana el crédito internacional con su posición estratégica en Oriente Próximo y Asia, desde hace unos meses abierta a la democratización. Europa corre, en este panorama, el peligro de aislarse económicamente o tener que plegarse hacia los mercados del sur.
Supongo que mi lector siente a estas alturas la misma atribulación, perplejidad e impotencia que siento yo al ser iluminado acerca de la lógica arcana que dirige este mundo, y cómo las acciones de unos pocos pueden mandar a la miseria a millones de un plumazo. Oír al bróker Alessio Rastani, fuera de lo atinado de sus algoritmos futuribles, revela la esencia misma de la modernidad que hemos heredado. La Ilustración prometió libertad y progreso sociales y culturales, y nos los dio. Pero en el mismo núcleo del sistema introdujo la imposibilidad de que el desarrollo invertebrado del capitalismo pudiera ser controlado por las instituciones políticas y redirigido no hacia los intereses de las grandes corporaciones financieras, sino en beneficio del bien común. La Europa financiera ha metido dentro de casa al monstruo que la devora, ilusionada con que éste le ofrecería bienestar eterno. A cambio, gobiernos y estamentos internacionales han debilitado sus leyes, permitiendo que un capitalismo descontrolado hipoteque el futuro de sociedades enteras.
Alessio Rastani, pese a la inmoralidad con la que desgrana su impúdico discurso, ironiza acerca de una verdad a voces. Los políticos no tienen nada que hacer frente a este Leviatán devastador. Queremos ganar dinero y lo vamos a hacer, afirma. Quien quiere aprovecharse de la crisis para enriquecerse, lo tiene fácil. ¿Y quién podrá impedírselo? ¿Quién se atreverá a reedificar Europa sin ceder a la amenaza de estos colosos financieros? Si la política internacional les pusiera freno y coto, el desarrollo económico se vería amenazado, la recesión se generalizaría y los gobiernos se enfrentarían a numerosas explosiones sociales. La alternancia política y la inestabilidad de las legislaturas estaría a la orden del día.
Refundar el capitalismo -le tomo prestado el término a Sarkozy- supondría enfrentarse durante décadas a un periodo de transición mucho más incierto y aciago del que ahora padecemos. Cuando a la bestia financiera se le infringe siquiera un rasguño, los ciudadanos de a pie sufren su venganza sin piedad. Los políticos ejercen en este teatro del mundo de meros sacerdotes del mercado; su misión es calmarlos, mantener su ira dentro de una devastación sostenible. Si se atrevieran a irritarlos, éstos amenazarían con huir con su dinero y dejar a los gobiernos en la inopia financiera. Durante décadas, Europa -Occidente, por extensión- basó su prosperidad económica en la libertad absoluta para que estas grandes máquinas de reproducir dinero siguieran aumentando su codicia. A cambio, ellas se comprometían a abastecer a los gobiernos de seguridad financiera, de liquidez a tiempo perdido. Este pacto inquietante duró mientras las previsiones de sostenibilidad de los Estados era positiva. En tiempos de crisis, Leviatán recuerda a los gobiernos que nada en el mundo es gratis y que si quieren remontar el temporal, van a tener que pasar por caja o permitir licencia para hacer de la crisis una oportunidad de seguir redoblando sus ganancias.
Refundar el capitalismo va a necesitar algo más que un puñado de remiendos superficiales. Un cambio sustancial solo puede tener efecto si a través de los organismos internacionales se consensuan medidas de control político sobre los mercados financieros. Pero este sueño en estado de vigilia se revela como una titánica empresa. Buena parte de los asesores financieros internacionales son precisamente sicarios de guante blanco provenientes de los mismos colosos financieros a los que se tendría que meter mano. Además, una estrategia agresiva hacia estos mercados supondría costes sociales y económicos a largo plazo difíciles de digerir no solo para la clase política, sino también para la ciudadanía. Y ¿quién desea hambre para hoy a cambio de un futurible que apenas entiende? Tomamos lo que hay, a la espera de que Leviatán tenga la dicha de no desatar su ira sobre nosotros.
No hace mucho que sentí esta misma innata querencia hacia la ciencia detectivesca cuando leía en la prensa la siguiente aseveración: «Goldman Sachs prevé una recaída en la recesión en España». Sin embargo, no fue el augurio de recesión lo que llamó mi atención (como tampoco atrajo mucho al bebé de nuestra historia la pelota rodante); mi curiosidad se ciñó en saber quién era ese tal Goldman Sachs. Hurgando en su identidad, pude descubrir que no se trataba de una marca de caramelos o de infusiones, sino de The Goldman Sachs Group, Inc., el grupo de inversión más poderoso del planeta. Un banco de inversión viene a ser una especie hombre de negro tarantiniano que facilita a empresas y gobiernos el dinero que necesitan para sus inversiones, a través de la emisión y venta de valores en los mercados de capitales. Si vas a Nueva York, podrás ver su impotente pero impersonal edificio de oficinas en el número 85 de Broad Street. Goldman Sachs debe su nombre a sus fundadores, Marcus Goldman, inmigrante judío-alemán, y su yerno Samuel Sachs. Ambos sentaron las bases de este próspero negocio a finales del siglo diecinueve. Y hasta hoy.
«Los Gobiernos no dirigen el mundo, lo gobierna Goldman Sachs», afirmó hace unos días el polémico bróker norteamericano, Alessio Rastani, conocido semanas atrás en medio mundo por augurar la hecatombe que cree que se le avecina al mundo civilizado, especialmente a Europa. Rastani exorciza los temores del ciudadano occidental, afirmando sin despeinarse que el mundo está en manos de cuatro jinetes financieros; a saber: JP Morgan, Citibank, Bank of America y nuestro protagonista, Goldman Sachs. Entre ellos se meriendan el 94% del riesgo en productos derivados que atesoran los bancos estadounidenses, lo que viene a ser 16 veces el PIB de Estados Unidos. Ahí es nada. No me extraña que en 2008, cuando la crisis asomó la cabeza en el horizonte, la Casa Blanca asintiera con docilidad ante las recetas de Goldman Sachs, que de la noche a la mañana se convertiría en un banco comercial (comprado, por cierto, por el principal accionista de Cola-Cola). Casi todos los grandes gobiernos y organismos internacionales del mundo tienen en sus filas como consejeros a un chico ex-Goldman Sachs. Pero no se queda ahí la cosa; Goldman Sachs ocultó adrede la previsión de que Grecia entrara en picado en una crisis sistémica. Desestabilizar al euro es uno de los objetivos más previsibles de todos aquellos que añoran poner de nuevo al dólar como moneda mundial. Estados Unidos comienza a bascular su confianza hacia nuevos mercados más que emergentes, como el llamado grupo BRIC (Brasil, Rusia, India y China), mientras que por otro lado se gana el crédito internacional con su posición estratégica en Oriente Próximo y Asia, desde hace unos meses abierta a la democratización. Europa corre, en este panorama, el peligro de aislarse económicamente o tener que plegarse hacia los mercados del sur.
Supongo que mi lector siente a estas alturas la misma atribulación, perplejidad e impotencia que siento yo al ser iluminado acerca de la lógica arcana que dirige este mundo, y cómo las acciones de unos pocos pueden mandar a la miseria a millones de un plumazo. Oír al bróker Alessio Rastani, fuera de lo atinado de sus algoritmos futuribles, revela la esencia misma de la modernidad que hemos heredado. La Ilustración prometió libertad y progreso sociales y culturales, y nos los dio. Pero en el mismo núcleo del sistema introdujo la imposibilidad de que el desarrollo invertebrado del capitalismo pudiera ser controlado por las instituciones políticas y redirigido no hacia los intereses de las grandes corporaciones financieras, sino en beneficio del bien común. La Europa financiera ha metido dentro de casa al monstruo que la devora, ilusionada con que éste le ofrecería bienestar eterno. A cambio, gobiernos y estamentos internacionales han debilitado sus leyes, permitiendo que un capitalismo descontrolado hipoteque el futuro de sociedades enteras.
Alessio Rastani, pese a la inmoralidad con la que desgrana su impúdico discurso, ironiza acerca de una verdad a voces. Los políticos no tienen nada que hacer frente a este Leviatán devastador. Queremos ganar dinero y lo vamos a hacer, afirma. Quien quiere aprovecharse de la crisis para enriquecerse, lo tiene fácil. ¿Y quién podrá impedírselo? ¿Quién se atreverá a reedificar Europa sin ceder a la amenaza de estos colosos financieros? Si la política internacional les pusiera freno y coto, el desarrollo económico se vería amenazado, la recesión se generalizaría y los gobiernos se enfrentarían a numerosas explosiones sociales. La alternancia política y la inestabilidad de las legislaturas estaría a la orden del día.
Refundar el capitalismo -le tomo prestado el término a Sarkozy- supondría enfrentarse durante décadas a un periodo de transición mucho más incierto y aciago del que ahora padecemos. Cuando a la bestia financiera se le infringe siquiera un rasguño, los ciudadanos de a pie sufren su venganza sin piedad. Los políticos ejercen en este teatro del mundo de meros sacerdotes del mercado; su misión es calmarlos, mantener su ira dentro de una devastación sostenible. Si se atrevieran a irritarlos, éstos amenazarían con huir con su dinero y dejar a los gobiernos en la inopia financiera. Durante décadas, Europa -Occidente, por extensión- basó su prosperidad económica en la libertad absoluta para que estas grandes máquinas de reproducir dinero siguieran aumentando su codicia. A cambio, ellas se comprometían a abastecer a los gobiernos de seguridad financiera, de liquidez a tiempo perdido. Este pacto inquietante duró mientras las previsiones de sostenibilidad de los Estados era positiva. En tiempos de crisis, Leviatán recuerda a los gobiernos que nada en el mundo es gratis y que si quieren remontar el temporal, van a tener que pasar por caja o permitir licencia para hacer de la crisis una oportunidad de seguir redoblando sus ganancias.
Refundar el capitalismo va a necesitar algo más que un puñado de remiendos superficiales. Un cambio sustancial solo puede tener efecto si a través de los organismos internacionales se consensuan medidas de control político sobre los mercados financieros. Pero este sueño en estado de vigilia se revela como una titánica empresa. Buena parte de los asesores financieros internacionales son precisamente sicarios de guante blanco provenientes de los mismos colosos financieros a los que se tendría que meter mano. Además, una estrategia agresiva hacia estos mercados supondría costes sociales y económicos a largo plazo difíciles de digerir no solo para la clase política, sino también para la ciudadanía. Y ¿quién desea hambre para hoy a cambio de un futurible que apenas entiende? Tomamos lo que hay, a la espera de que Leviatán tenga la dicha de no desatar su ira sobre nosotros.
Ramón Besonías Román
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