Hay evidentes diferencias entre la próxima visita del Papa a España, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, y la entrada nada triunfal de Jesús de Nazaret en Jerusalén, montado a lomos de un burro y acogido tan solo por unos pocos curiosos, la mayoría indigentes y lisiados, en busca de una esperanza de última hora, o simplemente para reírse de aquel iluminado, convertido para regocijo de los judíos en otro payaso más entre tanto predicador y vendedor de recetas para ser feliz. El señor Ratzinger -Benedicto XVI para los conversos- llega más como un emperador recién electo que como el humilde representante de la Iglesia Católica que lidera. Pero esto francamente importa poco a quien esté alejado de estas pompas y oficios. Para el pagano, la visita del Papa es más bien un incordio; obligará a cortar calles y plazas y, lo que es peor, vaciará las exiguas arcas del gobierno para alimentar el fan-atismo de unos miles de fieles papistas. No solo asociaciones laicistas, también numerosos grupos católicos están siendo bastante críticos con la escenografía faraónica de esta visita. A éstos les preocupa la imagen pública que Ratzinger está dando al mundo de la Iglesia Católica y la incoherencia con la voluntad de servicio y votos de pobreza y humildad que ésta preconiza. A aquellos otros les molesta que se utilicen fondos públicos para organizar eventos privados, pensados solo para ciudadanos con unas determinadas creencias religiosas. ¿Debe un Estado aconfesional utilizar sus presupuestos para financiar parte de estos eventos?
Queda aún por ver si una ley de libertad religiosa tiene su apoyo en la España del siglo XXI. En el caso de que los conservadores accedieran al poder, dudo mucho que esta ley llegara siquiera a sugerirse; lo más probable es que los acuerdos con la Santa Sede serían aún más generosos de lo que ahora son y que los colegios religiosos concertados encontrarían menos obstáculos y más fondos. La postura de progresistas y conservadores en materia religiosa es en teoría radicalmente opuesta, aunque ambos partidos han evitado en la medida de lo posible radicalizar sus opiniones y propuestas en esta materia, temiendo quizá perder el cariño de parte de su electorado. Es curioso cómo en España la actitud acerca de la relación entre Iglesia y Estado de los progresistas es mucho más liberal -en un sentido clásico del término- que la de los conservadores. El PSOE ve la religión como un asunto privado del ciudadano; el Estado no debe inmiscuirse en estas cuestiones, sino tan solo proteger el derecho a la libertad religiosa cuando éste sea violado. Los progresistas entienden mejor que los conservadores la aceptación y el respeto a la diversidad cultural y religiosa de los españoles, más aún ahora que la inmigración es un hecho consumado en España y estamos en un mundo globalizado e interconectado por las tecnologías de la comunicación. El PP, por el contrario, interpreta la religión -la católica en exclusiva- como uno de los elementos esenciales de la cohesión social y de lo que ellos llaman la unidad nacional. Su visión de la relación entre Iglesia y Estado está aún demasiado ligada a su antecedente preconstitucional y, en parte, es incoherente con su ideario liberal. Al PP parece interesarle proteger más las libertades económicas que las religiosas.
La religión sigue siendo en España un tema político de difícil resolución, ya que la ciudadanía aún se encuentra muy polarizada, pese a que las costumbres y creencias de los españoles han presentado cambios manifiestos desde el nacimiento de nuestra Constitución. El electorado se mueve aún con una doble moral: por un lado, reconoce ser un ciudadano moderno, tolerante y abierto desde un punto de vista moral, pero por otro lado, buena parte de esa ciudadanía también se reconoce como católico (no practicante). Costumbres paganas en un alma católica, ésta parece ser la idiosincrasia de no pocos españoles. La Iglesia Católica permite este doble rasero dentro de su feligresía; aplicar la severidad de la virtud cristiana les dejaría sin laicos en pocos años, muchos más de los que ya pierden a causa de su defensa de una moral medieval, inflexible y atávica. Por otro lado, el gobierno socialista, pese a su voluntad de llevarla a cabo, no pudo poner en marcha su ley de libertad religiosa; la crisis económica ya le ha provocado suficientes agravios electorales, como para entrar a pocos meses de unas primarias en la difícil tarea de poner sobre la mesa un tema aún tan complejo como éste. No es previsible que veamos en pocos años una ley como ésta; una pena, ya que crear un debate social sobre el papel de la religión en la vida pública y dentro del Estado sería una buena oportunidad para sumar voluntades y fortalecer la convivencia.
Queda aún por ver si una ley de libertad religiosa tiene su apoyo en la España del siglo XXI. En el caso de que los conservadores accedieran al poder, dudo mucho que esta ley llegara siquiera a sugerirse; lo más probable es que los acuerdos con la Santa Sede serían aún más generosos de lo que ahora son y que los colegios religiosos concertados encontrarían menos obstáculos y más fondos. La postura de progresistas y conservadores en materia religiosa es en teoría radicalmente opuesta, aunque ambos partidos han evitado en la medida de lo posible radicalizar sus opiniones y propuestas en esta materia, temiendo quizá perder el cariño de parte de su electorado. Es curioso cómo en España la actitud acerca de la relación entre Iglesia y Estado de los progresistas es mucho más liberal -en un sentido clásico del término- que la de los conservadores. El PSOE ve la religión como un asunto privado del ciudadano; el Estado no debe inmiscuirse en estas cuestiones, sino tan solo proteger el derecho a la libertad religiosa cuando éste sea violado. Los progresistas entienden mejor que los conservadores la aceptación y el respeto a la diversidad cultural y religiosa de los españoles, más aún ahora que la inmigración es un hecho consumado en España y estamos en un mundo globalizado e interconectado por las tecnologías de la comunicación. El PP, por el contrario, interpreta la religión -la católica en exclusiva- como uno de los elementos esenciales de la cohesión social y de lo que ellos llaman la unidad nacional. Su visión de la relación entre Iglesia y Estado está aún demasiado ligada a su antecedente preconstitucional y, en parte, es incoherente con su ideario liberal. Al PP parece interesarle proteger más las libertades económicas que las religiosas.
La religión sigue siendo en España un tema político de difícil resolución, ya que la ciudadanía aún se encuentra muy polarizada, pese a que las costumbres y creencias de los españoles han presentado cambios manifiestos desde el nacimiento de nuestra Constitución. El electorado se mueve aún con una doble moral: por un lado, reconoce ser un ciudadano moderno, tolerante y abierto desde un punto de vista moral, pero por otro lado, buena parte de esa ciudadanía también se reconoce como católico (no practicante). Costumbres paganas en un alma católica, ésta parece ser la idiosincrasia de no pocos españoles. La Iglesia Católica permite este doble rasero dentro de su feligresía; aplicar la severidad de la virtud cristiana les dejaría sin laicos en pocos años, muchos más de los que ya pierden a causa de su defensa de una moral medieval, inflexible y atávica. Por otro lado, el gobierno socialista, pese a su voluntad de llevarla a cabo, no pudo poner en marcha su ley de libertad religiosa; la crisis económica ya le ha provocado suficientes agravios electorales, como para entrar a pocos meses de unas primarias en la difícil tarea de poner sobre la mesa un tema aún tan complejo como éste. No es previsible que veamos en pocos años una ley como ésta; una pena, ya que crear un debate social sobre el papel de la religión en la vida pública y dentro del Estado sería una buena oportunidad para sumar voluntades y fortalecer la convivencia.
Ramón Besonías Román
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