Entendido literalmente, el término conservador se define como aquel que tiende a conservar, a preservar ideas o creencias de las que posee una fuerte convicción. En este sentido, todos somos conservadores, tendemos con la edad a almacenar un poso de convicciones, pocas pero resistentes al cambio, que configuran en gran medida nuestra forma de ver el mundo. Por el contrario, si aplicamos el concepto conservador al ámbito político, no todos nos sentimos cercanos a ser definidos con este calificativo. En las últimas décadas, el binomio izquierda-derecha ha sido sustituido por otro que amplifica la gama de proyectos políticos que configuran el amplio espectro contemporáneo, separándose así del reduccionismo clásico, deudor de las ideologías que definieron desde el siglo XVII hasta el siglo XX el mapa de los derechos constitucionales en los que se asienta nuestra democracia. Así, quizá sea más adecuado a la realidad hablar de políticas conservadoras y políticas progresistas a la hora de discriminar el marco ideológico en el que se basa cada grupo político; por supuesto, en este marco conceptual cabe una amplia flexibilidad y movilidad programática. La necesidad de respetar los derechos democráticos y el ajuste a las necesidades que impone el sistema económico internacional ha provocado que los partidos políticos se vean abocados en ocasiones a tomar medidas que basculan fuera de su marco ideológico, tendiendo así a situarse en los márgenes de un difuso centro político.
Un ejemplo revelador ha tenido lugar durante la actual crisis económica española. El PSOE se ha visto obligado a adoptar medidas de ajuste económico que bien podrían tildarse de conservadoras, pese a que su marco ideológico siga siendo progresista. Asimismo, el PP se ve obligado a respetar la sostenibilidad del Estado Social heredado del PSOE, pese a que su programa ideológico camina hacia la creación de un Estado mínimo, no involucrado en la vida social más allá de la mera mediación en conflictos de interés dentro de la Sociedad Civil. Sin embargo, tanto progresistas como conservadores deben mantener un discurso diferenciado de sus oponentes políticos, con el que su electorado se sienta identificado, un núcleo ideológico básico que les defina y que vertebre sus propuestas políticas. Asimismo, todos los grupos políticos deben respetar un marco institucional basado en la defensa de derechos tanto liberales como sociales, a pesar de que los conservadores tiendan a subrayar políticas que fomenten la libertad económica y los progresistas a comprometerse con políticas sociales. Los conservadores minimizarán el papel del Estado dentro de la sociedad y los progresistas tomarán más partido en los asuntos sociales con el fin de minimizar las diferencias entre los ciudadanos.
El PP es un partido de corte conservador, ligado a la tendencia ideológica conservadora europea que defiende la creación de un mercado internacional abierto y sin injerencias políticas, iniciado en los años 80 por el dúo Thatcher-Reagan y que afectó de manera radical a las políticas económicas europeas de las últimas décadas. Véase si no el sangrante caso de la tercera vía de Blair, un laborismo sui géneris pasado por la batidora de un neoliberalismo feroz. No hay que olvidar que el Parlamento Europeo está formado actualmente por más escaños conservadores que progresistas, por lo que la tendencia dentro de la Unión Europea será reforzar un modelo económico de corte neoconservador, ligado a los grandes intereses financieros y poco sensible a las consecuencias sociales que pueda ocasionar.
Por su parte, el moderno conservadurismo español, iniciado bajo el gobierno de José María Aznar e imitado en la actualidad por su discípulo Rajoy, rehúye de las posiciones socio liberales de algunos de los partidos conservadores europeos, para acercarse más al modelo agresivo de Margaret Thatcher, con ligeras diferencias que lo particularizan. El PP posee características que lo diferencian de otros partidos conservadores europeos. La más relevante es su apuesta moral por unos valores tradicionales, ligados más a un modelo de sociedad preconstitucional que a la pluralidad de creencias y costumbres que caracteriza a la sociedad española contemporánea. Este compromiso por una moral conservadora se deja notar en su rechazo a numerosas leyes sociales que afectan a convicciones morales y religiosas, tales como la ley de matrimonios homosexuales, la ley del aborto, la ley de igualdad, la creación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, la potencial ley de libertad religiosa, etcétera. Pese a la evidente modernización en la imagen del PP, presentado desde la era Aznar como un partido centrista y alejado de posturas afines a su pasado preconstitucional, su programa político le sigue ligando de manera irremediable a posicionamientos morales más propios del antiguo régimen que a aquellos que demanda una sociedad moderna y plural.
La crisis actual, que afecta de manera más virulenta a economías poco diversificadas y más sensibles a los vaivenes coyunturales, como es el caso de España, no ha hecho sino fortalecer las políticas conservadoras en Europa. De hecho, tan solo España, Grecia (Yorgos Papandreu), Eslovenia (Borut Pahor) y Chipre (Dimitris Cristofias) se mantienen vigentes como gobiernos socialdemócratas. José Sócrates fue barrido por el conservador PSD, al igual que sucumbió el laborista Brown en 2010 a manos de Cameron. Los países de mayor influencia dentro de Europa -Reino Unido, Francia, Alemania e Italia- poseen a día de hoy gobiernos conservadores. En tiempos de crisis, la ciudadanía busca refugio en las políticas conservadoras, que prometen salvarnos de la penuria económica a través de difusas medidas de austeridad.
Aunque existen diferencias sustanciales entre los diferentes conservadurismos europeos, la tendencia del neoconservadurismo actual es evitar el influjo que sobre algunos partidos conservadores ha tenido la izquierda y su defensa de un Estado Social basado en valores como el igualitarismo o el pluralismo cultural. Igualmente, este neoconservadurismo se ha desligado con prudencia de su empatía con el rebrote de nuevos partidos de ultraderecha, que intentaban encontrar cobijo político a través del éxito electoral conservador. No es de extrañar que el discurso del neoconservadurismo europeo intente evitar el uso del binomio izquierda-derecha, y elija en su lugar un centrismo basado en la eficacia institucional y administrativa, en un realismo político (realpolitik) tecnocrático -incluso desideologizado, aséptico-, pretensión del todo falseadora de la realidad. El neoliberalismo actual ha recuperado el discurso positivista de la tecnocracia apolítica, intentando convencernos de que su única línea ideológica es la gestión eficaz de lo público.
Esta desideologización de la política se ha visto reflejada en movimientos sociales como el 15M; entre sus demandas ciudadanas incluían la necesidad de romper con los viejos conceptos políticos reduccionistas del bipartidismo izquierda-derecha y la adopción de una nueva forma de hacer política en la que el político fuera un mero gestor responsable y no un predicador de ideologías. Estas demandas de los indignados sintonizan, pese al carácter social de otras vindicaciones también suyas, con el marchamo neoliberal. Las nuevas generaciones europeas han recibido una mala educación política, alejada de su memoria histórica; esto ha provocado una ruptura cultural con las generaciones precedentes, las que ahora detentan el poder político. Se han acostumbrado a entender la democracia como una máquina expendedora de derechos, gestionada por servidores públicos a los que debemos despachar en caso de no hacer su trabajo como esperan de ellos. Sus demandas no poseen ningún carácter abstracto o ligado a un ideario político determinado; solo piden mejoras materiales, un aumento de su nivel adquisitivo y del acceso a bienes no solo de primera necesidad, sino también culturales y de ocio. De ahí que el discurso conservador de una gestión eficaz, sin retórica ni recursos al pasado, comience a atraer a esta nueva generación de jóvenes pragmáticos y amnésicos.
La izquierda europea debe tener en cuenta estos cambios sociológicos a la hora de rediseñar sus discursos de cara al electorado. A los progresistas les está costado más que a los conservadores deshacerse -aunque solo sea de cara a la galería- de su discurso ideológico. Los conservadores, al centrarse en la eficacia económica como eje de su programa político, evitando hablar de aspectos culturales o religiosos que les pondrían en un compromiso, ofrecen una imagen más tranquilizadora y de seguridad ante la ciudadanía. La izquierda, por su parte, ha mantenido como piedra angular de su retórica la defensa de la igualdad y el mantenimiento de los derechos sociales; esta es su mayor virtud, pero también una debilidad que a menudo ha obviado a la hora de diseñar sus programas electorales.
La mayor virtud del conservadurismo español ha sido saber evitar con astucia que entre en el debate público el componente moral y religioso de su ideología y que haya sabido vender un discurso sobre política económica que convenza a la ciudadanía de que no resentirá en ningún caso los derechos sociales adquiridos hasta ahora. Estas son los dos principales órdagos de la derecha española: su centrismo maquillado y su conservadurismo moral omitido. Por supuesto, a esto hay que unir la inconsistencia de Rajoy como dirigente, su puesta en escena pusilánime y apagada, que no consigue captar la atención de su electorado a no ser por la incisiva presencia de correligionarios como Pons, Cospedal o Aguirre, que apuntalan sin piedad lo que su líder es incapaz de terminar.
Un ejemplo revelador ha tenido lugar durante la actual crisis económica española. El PSOE se ha visto obligado a adoptar medidas de ajuste económico que bien podrían tildarse de conservadoras, pese a que su marco ideológico siga siendo progresista. Asimismo, el PP se ve obligado a respetar la sostenibilidad del Estado Social heredado del PSOE, pese a que su programa ideológico camina hacia la creación de un Estado mínimo, no involucrado en la vida social más allá de la mera mediación en conflictos de interés dentro de la Sociedad Civil. Sin embargo, tanto progresistas como conservadores deben mantener un discurso diferenciado de sus oponentes políticos, con el que su electorado se sienta identificado, un núcleo ideológico básico que les defina y que vertebre sus propuestas políticas. Asimismo, todos los grupos políticos deben respetar un marco institucional basado en la defensa de derechos tanto liberales como sociales, a pesar de que los conservadores tiendan a subrayar políticas que fomenten la libertad económica y los progresistas a comprometerse con políticas sociales. Los conservadores minimizarán el papel del Estado dentro de la sociedad y los progresistas tomarán más partido en los asuntos sociales con el fin de minimizar las diferencias entre los ciudadanos.
El PP es un partido de corte conservador, ligado a la tendencia ideológica conservadora europea que defiende la creación de un mercado internacional abierto y sin injerencias políticas, iniciado en los años 80 por el dúo Thatcher-Reagan y que afectó de manera radical a las políticas económicas europeas de las últimas décadas. Véase si no el sangrante caso de la tercera vía de Blair, un laborismo sui géneris pasado por la batidora de un neoliberalismo feroz. No hay que olvidar que el Parlamento Europeo está formado actualmente por más escaños conservadores que progresistas, por lo que la tendencia dentro de la Unión Europea será reforzar un modelo económico de corte neoconservador, ligado a los grandes intereses financieros y poco sensible a las consecuencias sociales que pueda ocasionar.
Por su parte, el moderno conservadurismo español, iniciado bajo el gobierno de José María Aznar e imitado en la actualidad por su discípulo Rajoy, rehúye de las posiciones socio liberales de algunos de los partidos conservadores europeos, para acercarse más al modelo agresivo de Margaret Thatcher, con ligeras diferencias que lo particularizan. El PP posee características que lo diferencian de otros partidos conservadores europeos. La más relevante es su apuesta moral por unos valores tradicionales, ligados más a un modelo de sociedad preconstitucional que a la pluralidad de creencias y costumbres que caracteriza a la sociedad española contemporánea. Este compromiso por una moral conservadora se deja notar en su rechazo a numerosas leyes sociales que afectan a convicciones morales y religiosas, tales como la ley de matrimonios homosexuales, la ley del aborto, la ley de igualdad, la creación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, la potencial ley de libertad religiosa, etcétera. Pese a la evidente modernización en la imagen del PP, presentado desde la era Aznar como un partido centrista y alejado de posturas afines a su pasado preconstitucional, su programa político le sigue ligando de manera irremediable a posicionamientos morales más propios del antiguo régimen que a aquellos que demanda una sociedad moderna y plural.
La crisis actual, que afecta de manera más virulenta a economías poco diversificadas y más sensibles a los vaivenes coyunturales, como es el caso de España, no ha hecho sino fortalecer las políticas conservadoras en Europa. De hecho, tan solo España, Grecia (Yorgos Papandreu), Eslovenia (Borut Pahor) y Chipre (Dimitris Cristofias) se mantienen vigentes como gobiernos socialdemócratas. José Sócrates fue barrido por el conservador PSD, al igual que sucumbió el laborista Brown en 2010 a manos de Cameron. Los países de mayor influencia dentro de Europa -Reino Unido, Francia, Alemania e Italia- poseen a día de hoy gobiernos conservadores. En tiempos de crisis, la ciudadanía busca refugio en las políticas conservadoras, que prometen salvarnos de la penuria económica a través de difusas medidas de austeridad.
Aunque existen diferencias sustanciales entre los diferentes conservadurismos europeos, la tendencia del neoconservadurismo actual es evitar el influjo que sobre algunos partidos conservadores ha tenido la izquierda y su defensa de un Estado Social basado en valores como el igualitarismo o el pluralismo cultural. Igualmente, este neoconservadurismo se ha desligado con prudencia de su empatía con el rebrote de nuevos partidos de ultraderecha, que intentaban encontrar cobijo político a través del éxito electoral conservador. No es de extrañar que el discurso del neoconservadurismo europeo intente evitar el uso del binomio izquierda-derecha, y elija en su lugar un centrismo basado en la eficacia institucional y administrativa, en un realismo político (realpolitik) tecnocrático -incluso desideologizado, aséptico-, pretensión del todo falseadora de la realidad. El neoliberalismo actual ha recuperado el discurso positivista de la tecnocracia apolítica, intentando convencernos de que su única línea ideológica es la gestión eficaz de lo público.
Esta desideologización de la política se ha visto reflejada en movimientos sociales como el 15M; entre sus demandas ciudadanas incluían la necesidad de romper con los viejos conceptos políticos reduccionistas del bipartidismo izquierda-derecha y la adopción de una nueva forma de hacer política en la que el político fuera un mero gestor responsable y no un predicador de ideologías. Estas demandas de los indignados sintonizan, pese al carácter social de otras vindicaciones también suyas, con el marchamo neoliberal. Las nuevas generaciones europeas han recibido una mala educación política, alejada de su memoria histórica; esto ha provocado una ruptura cultural con las generaciones precedentes, las que ahora detentan el poder político. Se han acostumbrado a entender la democracia como una máquina expendedora de derechos, gestionada por servidores públicos a los que debemos despachar en caso de no hacer su trabajo como esperan de ellos. Sus demandas no poseen ningún carácter abstracto o ligado a un ideario político determinado; solo piden mejoras materiales, un aumento de su nivel adquisitivo y del acceso a bienes no solo de primera necesidad, sino también culturales y de ocio. De ahí que el discurso conservador de una gestión eficaz, sin retórica ni recursos al pasado, comience a atraer a esta nueva generación de jóvenes pragmáticos y amnésicos.
La izquierda europea debe tener en cuenta estos cambios sociológicos a la hora de rediseñar sus discursos de cara al electorado. A los progresistas les está costado más que a los conservadores deshacerse -aunque solo sea de cara a la galería- de su discurso ideológico. Los conservadores, al centrarse en la eficacia económica como eje de su programa político, evitando hablar de aspectos culturales o religiosos que les pondrían en un compromiso, ofrecen una imagen más tranquilizadora y de seguridad ante la ciudadanía. La izquierda, por su parte, ha mantenido como piedra angular de su retórica la defensa de la igualdad y el mantenimiento de los derechos sociales; esta es su mayor virtud, pero también una debilidad que a menudo ha obviado a la hora de diseñar sus programas electorales.
La mayor virtud del conservadurismo español ha sido saber evitar con astucia que entre en el debate público el componente moral y religioso de su ideología y que haya sabido vender un discurso sobre política económica que convenza a la ciudadanía de que no resentirá en ningún caso los derechos sociales adquiridos hasta ahora. Estas son los dos principales órdagos de la derecha española: su centrismo maquillado y su conservadurismo moral omitido. Por supuesto, a esto hay que unir la inconsistencia de Rajoy como dirigente, su puesta en escena pusilánime y apagada, que no consigue captar la atención de su electorado a no ser por la incisiva presencia de correligionarios como Pons, Cospedal o Aguirre, que apuntalan sin piedad lo que su líder es incapaz de terminar.
Ramón Besonías Román
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