22 euros es la cantidad que tuvo que apoquinar una mujer francesa por llevar puesto su niqab mientras conducía. Los gendarmes justificaron la multa, alegando que esta prenda impide tener un ángulo de visión suficiente como para conducir con una mínima seguridad. Quien se pierda en estos asuntos de telas a la moda musulmana, debe saber que un niqāb es un velo que cubre toda la cabeza excepto los ojos. Más cercano al pañuelo español de toda la vida está el hiyab, que deja ver todo el rostro. Y en el extremo del espectro se encuentra el famoso burka, esa especie de hábito talar en la que se embuten algunas mujeres y que el gobierno francés ha decidido prohibir en los recintos públicos, fundándose en obvias razones de seguridad y no en el desprecio a la moral privada de algunas de sus conciudadanas.
Una tarde decidí comprobar si efectivamente, como defiende el Code de la Route francés, un niqab te limita el ángulo de visión. Improvisé un velo con unos trapos que tenía en casa y puedo corroborar que el experimento confirmó mis dudas: un niqab no facilita una visión lateral razonable. Como tampoco sería aconsejable cambiar de carril si decidiéramos ser fieles al ideario emo, encasquetándonos un generoso flequillo a modo de orejeras. El sentido común fasea cualquier intento de defensa del niqab mientras se conduce. Las demás razones, ya sean culturales, religiosas o morales son tan subjetivas como afirmar que el mejor cocido del mundo lo cocina mi madre. Sin embargo, cuando la sensatez entra en juego, mucho me temo que tanto la defensa del relativismo cultural como del etnocentrismo se tornan en mezquina irresponsabilidad. Y es precisamente esto, sentido común, lo que se echa en falta en las opiniones que genera el hecho de que algunas ciudadanas musulmanas lleven puesto velo en espacios públicos.
Un ejemplo de este sinsentido es el caso de Najwa, la adolescente del instituto de Pozuelo que decidió un buen día ir a clase con su hiyab -al parecer su fondo de armario está repleto de ellos-. No estamos hablando ni de un niqab, ni aún menos de un burka. Se trata de un pañuelo que tapa su cabeza y deja libre su rostro y sus carrillos, espacio suficiente como para conducir una moto sin peligro o realizar las tareas esenciales que cualquier adolescente desarrolla en cualquier centro público o privado de España. En ningún caso podemos decir que un pañuelo pueda suponer una amenaza para la educación de ningún ciudadano menor de edad. Las razones esgrimidas tanto como a favor como en contra del uso del niqab obedecen a criterios morales que no hacen sino autocomplacer a quienes los defienden.
Si Najwa debe llevar el velo o no, ésta es una cuestión privada que deberá resolver en familia. Si unos padres deciden que su hija no debe llevar el uniforme oficial del colegio o sí llevar un crucifijo católico en el pecho, ésa es una decisión personal que podrá agradarnos más o menos, pero que debemos respetar como perteneciente al ámbito privado del menor y de sus tutores legales. Sin embargo, si esa decisión supusiera para Najwa un flagrante maltrato psicológico, demostrable a través de Servicios Sociales o cualquier otro agente social que actúe como testigo competente, entonces la Justicia deberá dirimir según la ley vigente. Prohibir sin razones que el sentido común pueda entender es razón suficiente para tolerar la acción que se pretende reprimir.
El actual Gobierno, que aboga sin despeinarse por la preeminencia del derecho a la educación en estos asuntos, sigue sin embargo sin legislar una Ley sobre la Libertad Religiosa que dirima conflictos como el del velo en los espacios públicos. Prefiere callar -a no ser que la lumbre se salga del caldero- y que mientras tanto sean los centros educativos quienes le pongan el cascabel al gato. Por su parte, los centros educativos prefieren recurrir a las normas de convivencia como forma de resolver las discrepancias morales de su claustro y sus ampas en casos como el de Najwa, en vez de hacer lo que todo centro debería provocar: opinión crítica y respetuosa, argumentos razonables, reflexión ética, educación en definitiva. Con el recurso precipitado a las normas, los colegios e institutos pierden la oportunidad privilegiada de poner sobre los pupitres asuntos tan delicados pero tan necesitados de debate público como éste que una sola niña de 16 años ha conseguido provocar. Por el contrario, lo único que hasta ahora hemos conseguido es estigmatizar a una adolescente, poniéndola bajo el ojo de los titulares de prensa y unas normas de convivencia que dicen lo que no se debe hacer pero que no enseñan a aprender a vivir en sociedad. Así nos va y así dejamos el mundo a estos adolescentes que un día serán profesores, ministros o periodistas, o, al paso que vamos, lo que quede en el plato.
Una tarde decidí comprobar si efectivamente, como defiende el Code de la Route francés, un niqab te limita el ángulo de visión. Improvisé un velo con unos trapos que tenía en casa y puedo corroborar que el experimento confirmó mis dudas: un niqab no facilita una visión lateral razonable. Como tampoco sería aconsejable cambiar de carril si decidiéramos ser fieles al ideario emo, encasquetándonos un generoso flequillo a modo de orejeras. El sentido común fasea cualquier intento de defensa del niqab mientras se conduce. Las demás razones, ya sean culturales, religiosas o morales son tan subjetivas como afirmar que el mejor cocido del mundo lo cocina mi madre. Sin embargo, cuando la sensatez entra en juego, mucho me temo que tanto la defensa del relativismo cultural como del etnocentrismo se tornan en mezquina irresponsabilidad. Y es precisamente esto, sentido común, lo que se echa en falta en las opiniones que genera el hecho de que algunas ciudadanas musulmanas lleven puesto velo en espacios públicos.
Un ejemplo de este sinsentido es el caso de Najwa, la adolescente del instituto de Pozuelo que decidió un buen día ir a clase con su hiyab -al parecer su fondo de armario está repleto de ellos-. No estamos hablando ni de un niqab, ni aún menos de un burka. Se trata de un pañuelo que tapa su cabeza y deja libre su rostro y sus carrillos, espacio suficiente como para conducir una moto sin peligro o realizar las tareas esenciales que cualquier adolescente desarrolla en cualquier centro público o privado de España. En ningún caso podemos decir que un pañuelo pueda suponer una amenaza para la educación de ningún ciudadano menor de edad. Las razones esgrimidas tanto como a favor como en contra del uso del niqab obedecen a criterios morales que no hacen sino autocomplacer a quienes los defienden.
Si Najwa debe llevar el velo o no, ésta es una cuestión privada que deberá resolver en familia. Si unos padres deciden que su hija no debe llevar el uniforme oficial del colegio o sí llevar un crucifijo católico en el pecho, ésa es una decisión personal que podrá agradarnos más o menos, pero que debemos respetar como perteneciente al ámbito privado del menor y de sus tutores legales. Sin embargo, si esa decisión supusiera para Najwa un flagrante maltrato psicológico, demostrable a través de Servicios Sociales o cualquier otro agente social que actúe como testigo competente, entonces la Justicia deberá dirimir según la ley vigente. Prohibir sin razones que el sentido común pueda entender es razón suficiente para tolerar la acción que se pretende reprimir.
El actual Gobierno, que aboga sin despeinarse por la preeminencia del derecho a la educación en estos asuntos, sigue sin embargo sin legislar una Ley sobre la Libertad Religiosa que dirima conflictos como el del velo en los espacios públicos. Prefiere callar -a no ser que la lumbre se salga del caldero- y que mientras tanto sean los centros educativos quienes le pongan el cascabel al gato. Por su parte, los centros educativos prefieren recurrir a las normas de convivencia como forma de resolver las discrepancias morales de su claustro y sus ampas en casos como el de Najwa, en vez de hacer lo que todo centro debería provocar: opinión crítica y respetuosa, argumentos razonables, reflexión ética, educación en definitiva. Con el recurso precipitado a las normas, los colegios e institutos pierden la oportunidad privilegiada de poner sobre los pupitres asuntos tan delicados pero tan necesitados de debate público como éste que una sola niña de 16 años ha conseguido provocar. Por el contrario, lo único que hasta ahora hemos conseguido es estigmatizar a una adolescente, poniéndola bajo el ojo de los titulares de prensa y unas normas de convivencia que dicen lo que no se debe hacer pero que no enseñan a aprender a vivir en sociedad. Así nos va y así dejamos el mundo a estos adolescentes que un día serán profesores, ministros o periodistas, o, al paso que vamos, lo que quede en el plato.
Ramón Besonías Román
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