Unos niños juegan con un balón sobre una carretera sin asfaltar. La escena podría ubicarse en cualquier lugar del mundo, pero estos niños son de Mogadiscio, una ciudad mellada por las continuas guerras civiles que convierte a ilusionados futbolistas en reclutas forzados a matar. La instantánea es del fotógrafo gallego José Cendón, actual Premio Ortega y Gasset de Fotografía. Su gran angular distorsiona adrede la toma, enfatizando el esperpéntico universo en el que sus protagonistas intentan pensar siquiera un día que son sólo eso, niños jugando a ser niños. Un sombrío blanco y negro, ligeramente contrastado, realza la sordidez y la desolación del lugar. Incluso la densa materia con la que se dibujan las nubes refuerza esa tensa sensación de amenaza que cubre a modo de metáfora el escenario. Sólo la carretera, convertida en un improvisado campo de fútbol, ilumina la foto, sugiriendo quizá con ello un eco de esperanza puesto en los niños. Unos niños que podrían ser los nuestros, pero que si lo fueran el fotógrafo de seguro habría revelado una instantánea diferente. Quizá no el juego, pero el escenario diferiría del que describe cualquier barrio de nuestras ciudades. Iguales niños, niños diferentes.
Cuando hablamos de «infancia», es imposible doblegarse a una definición homogénea. Antes de la Ilustración ni siquiera existía este concepto. Nacíamos para procrear y trabajar. La vida no se estratificaba en capas de edad, etapas o procesos evolutivos; tan sólo era un azaroso continuo que la muerte truncará de un soplido. Los niños suponían una bendición para la subsistencia familiar y cuando las piernas del zagal estaban ya maduras, el padre llamaba al vástago para cumplir con su deber natural: deslomarse hasta que sean sus hijos quienes le hagan más llevadera la faena diaria. Y así hasta que los ideales modernos de libertad y autonomía fueron fraguando el concepto de individuo y sus consustanciales derechos inalienables.
La infancia pasa a ser en el siglo diecinueve uno de los arquetipos del ideal romántico de una inocencia edénica, que sus progenitores, ya hinchados de edad, añorarán inútilmente. Los niños nos recuerdan aquello que fuimos y ya no volverá. El tiempo perdido proustiano se plasma en el icono popular del niño feliz, satisfecho, inconsciente del futuro, creador de un presente perpetuo. Por esta razón, el adulto sentirá la necesidad de protegerlo, vacunarlo hasta cuando sea posible de esa enfermedad llamada adultez.
En la época victoriana nace una nueva tradición del cuento infantil llamada nonsense (absurdo), que a través del humor para adultos retrataría una infancia idílica, ajena a las contingencias y adversidades de la vida. Un autor relevante de esta tradición es Lewis Carroll, creador del famoso personaje de Alicia, una niña abducida por un conejo hacia el país de las maravillas, un universo donde la lógica no tiene sentido y la mejor opción es entrar y disfrutar del paseo. Alicia crece y mengua durante su viaje, como si la edad fuera algo relativo. En este edén lúdico, cualquier cosa puede suceder y todo sin despeinarse, porque su tiempo y su espacio son medidos por la mente de una niña, fraguada con los elementos que fabula la imaginación. Para Carroll, Alicia representa ese ideal de pureza que los adultos perdemos con la edad y sólo recuperamos al recrear a través de la imaginación relatos como éste. Con estas palabras cierra Carroll su libro Alicia en el país de las maravillas (1865): «Y pensó que Alicia conservaría, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez... y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia infancia y los felices días...»
Si el siglo diecinueve trajo consigo el ideal de una infancia soñada y necesitada del amparo y la protección de los adultos, el siglo veinte, reforzado por el éxito del industrialismo y la mejora de las condiciones de vida, no hizo sino aumentar la convicción de que retrasar la edad adulta y mejorar la salud y la educación de la infancia eran a largo plazo una inversión para el progreso de cualquier sociedad desarrollada. De esta forma, se arbitraron leyes que velarían por los derechos del niño, no sólo en el ámbito privado de la familia, sino también a través de la reglamentación de leyes y el desarrollo de instituciones sanitarias y educativas que posibilitaran el crecimiento y la socialización de la infancia.
La actual generación de niños y adolescentes occidentales es heredera del ideal romántico decimonónico y su prolongación en la sociedad de consumo que propiciará durante el siglo veinte el progreso económico. Esta herencia deja tras de sí un exceso de celo proteccionista que condena a los futuros adultos al infantilismo y a una anomia que los hace alérgicos a la resiliencia. La vida se convierte en un after hours perpetuo, que tarde o temprano acaba chocando con la fría y sorda realidad, generando frustración ante la más mínima resistencia. Un prototipo de este perfil psicológico de la infancia es el llamado síndrome del emperador, que convierte a los niños en crueles tiranos ante los perplejos ojos de sus impotentes progenitores. Durante la adolescencia, este narcisismo se prolonga, aunque pronto deberá medirse con un universo de normas y necesidades impuestas por el orden creado por los adultos. Este paso se eterniza más allá de la adolescencia. La necesidad imperiosa de satisfacer todos los deseos sin un coste emocional, social y económico se rubrica en el fracaso escolar y el retraso de la independencia. Quiero esto y lo tomo. Y si no puedo, lloro, pataleo o despotrico contra mis padres, el Estado o la Sociedad. Eso sí, sin ningún atisbo de autocrítica o colaboración por mi parte.
Alicia no quiere crecer. Quizá por eso Tim Burton (Alicia en el país de las maravillas, 2010) la haya obligado a ceder de nuevo a los encantos del conejo, para sumergirse una vez más en ese submundo a modo de diván psicoanalítico. Sólo que esta vez no para autocomplacerse, sino para indagar con valentía en su identidad y tomar decisiones sin temor a la incertidumbre o a las demandas sociales.
¿Acaso soñarán los niños de Mogadiscio con conejos parlantes?
Cuando hablamos de «infancia», es imposible doblegarse a una definición homogénea. Antes de la Ilustración ni siquiera existía este concepto. Nacíamos para procrear y trabajar. La vida no se estratificaba en capas de edad, etapas o procesos evolutivos; tan sólo era un azaroso continuo que la muerte truncará de un soplido. Los niños suponían una bendición para la subsistencia familiar y cuando las piernas del zagal estaban ya maduras, el padre llamaba al vástago para cumplir con su deber natural: deslomarse hasta que sean sus hijos quienes le hagan más llevadera la faena diaria. Y así hasta que los ideales modernos de libertad y autonomía fueron fraguando el concepto de individuo y sus consustanciales derechos inalienables.
La infancia pasa a ser en el siglo diecinueve uno de los arquetipos del ideal romántico de una inocencia edénica, que sus progenitores, ya hinchados de edad, añorarán inútilmente. Los niños nos recuerdan aquello que fuimos y ya no volverá. El tiempo perdido proustiano se plasma en el icono popular del niño feliz, satisfecho, inconsciente del futuro, creador de un presente perpetuo. Por esta razón, el adulto sentirá la necesidad de protegerlo, vacunarlo hasta cuando sea posible de esa enfermedad llamada adultez.
En la época victoriana nace una nueva tradición del cuento infantil llamada nonsense (absurdo), que a través del humor para adultos retrataría una infancia idílica, ajena a las contingencias y adversidades de la vida. Un autor relevante de esta tradición es Lewis Carroll, creador del famoso personaje de Alicia, una niña abducida por un conejo hacia el país de las maravillas, un universo donde la lógica no tiene sentido y la mejor opción es entrar y disfrutar del paseo. Alicia crece y mengua durante su viaje, como si la edad fuera algo relativo. En este edén lúdico, cualquier cosa puede suceder y todo sin despeinarse, porque su tiempo y su espacio son medidos por la mente de una niña, fraguada con los elementos que fabula la imaginación. Para Carroll, Alicia representa ese ideal de pureza que los adultos perdemos con la edad y sólo recuperamos al recrear a través de la imaginación relatos como éste. Con estas palabras cierra Carroll su libro Alicia en el país de las maravillas (1865): «Y pensó que Alicia conservaría, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez... y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia infancia y los felices días...»
Si el siglo diecinueve trajo consigo el ideal de una infancia soñada y necesitada del amparo y la protección de los adultos, el siglo veinte, reforzado por el éxito del industrialismo y la mejora de las condiciones de vida, no hizo sino aumentar la convicción de que retrasar la edad adulta y mejorar la salud y la educación de la infancia eran a largo plazo una inversión para el progreso de cualquier sociedad desarrollada. De esta forma, se arbitraron leyes que velarían por los derechos del niño, no sólo en el ámbito privado de la familia, sino también a través de la reglamentación de leyes y el desarrollo de instituciones sanitarias y educativas que posibilitaran el crecimiento y la socialización de la infancia.
La actual generación de niños y adolescentes occidentales es heredera del ideal romántico decimonónico y su prolongación en la sociedad de consumo que propiciará durante el siglo veinte el progreso económico. Esta herencia deja tras de sí un exceso de celo proteccionista que condena a los futuros adultos al infantilismo y a una anomia que los hace alérgicos a la resiliencia. La vida se convierte en un after hours perpetuo, que tarde o temprano acaba chocando con la fría y sorda realidad, generando frustración ante la más mínima resistencia. Un prototipo de este perfil psicológico de la infancia es el llamado síndrome del emperador, que convierte a los niños en crueles tiranos ante los perplejos ojos de sus impotentes progenitores. Durante la adolescencia, este narcisismo se prolonga, aunque pronto deberá medirse con un universo de normas y necesidades impuestas por el orden creado por los adultos. Este paso se eterniza más allá de la adolescencia. La necesidad imperiosa de satisfacer todos los deseos sin un coste emocional, social y económico se rubrica en el fracaso escolar y el retraso de la independencia. Quiero esto y lo tomo. Y si no puedo, lloro, pataleo o despotrico contra mis padres, el Estado o la Sociedad. Eso sí, sin ningún atisbo de autocrítica o colaboración por mi parte.
Alicia no quiere crecer. Quizá por eso Tim Burton (Alicia en el país de las maravillas, 2010) la haya obligado a ceder de nuevo a los encantos del conejo, para sumergirse una vez más en ese submundo a modo de diván psicoanalítico. Sólo que esta vez no para autocomplacerse, sino para indagar con valentía en su identidad y tomar decisiones sin temor a la incertidumbre o a las demandas sociales.
¿Acaso soñarán los niños de Mogadiscio con conejos parlantes?
Ramón Besonías Román
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