Cuentan que Sibila, antes de vaticinar, se reunía con el cliente y establecía la cuota a pagar. De paso iba conociendo al consultante, sacándole algo de biografía que utilizar para sus predicciones. El atribulado lanzaba sus querencias o sospechas a la vidente y ésta le respondía en verso. Por supuesto, el poema era tan oscuro -¿efectos del etileno que soplaba de la roca sagrada?- que de él se podía extraer tanto la cara como el reverso de la interpretación. No es de extrañar que el cliente saliera del santuario tan asombrado como contento. No había entendido nada, pero de alguna que otra estrofa podía entrever que sus asuntos se solucionarían. Al oráculo recurrían tanto peones de albañil como monarcas. Todos querían anticipar su futuro. Si no era el que esperaban, cambiaban de cuota o de pitonisa, y listo. Y si les era propicio, quién podría reprocharle sus actos. El destino estaba de su parte, fielmente testado por una autoridad competente y de reconocido prestigio.
No hace mucho, la agencia privada de calificación crediticia Standard & Poor’s (S&P), que no es sino una división de la empresa McGraw-Hill -como intuirán ustedes, su presunta objetividad cuando menos resulta dudosa-, determinará cual rayo divino que la posición de solvencia de las finanzas españolas ha pasado de sobresaliente (AA+) a notable (AA), debido a nuestro lento y anémico crecimiento económico. Las otras dos agencias gurú del Olimpo macroeconómico que mueven los hilos del oligopolio financiero, Moody's y Fitch, corrigen el examen a nuestro favor, manteniendo la matrícula de honor. Pero este alivio no evitó que la Bolsa se cubriera las espaldas, cayendo al instante el Ibex35 un 7%. Por si las moscas, más vale beneficios a corto plazo que calidad de crédito. Las agencias de rating mueven la güija e inmediatamente a los inversores les tiembla la rabadilla. A poco que se constipen, bajando sus ganancias un exiguo tanto por ciento, van llorando su ridícula tragedia a los cuatro vientos y exigiendo compensaciones al Gobierno. Mientras tanto, el peón de a pie toma aliento y cuenta hasta diez, soñando que quizá mañana el temporal haya descampado. El Santander gana en el primer trimestre un 5,7%, Repsol un 30%, Telefónica ya se frota las manos en previsión de impúdicas ganancias hasta 2012 y el vecino del tercero -cliente asiduo del Inem- lo único que gana cada vez que lee la prensa es un cabreo de no me toques que me enciendo.
Por su parte, la oposición vio en el augurio de S&P una excusa perfecta para pronosticar con argumentos ajenos la debacle que se avecina si el Gobierno no rectifica su política económica. El Gobierno a lo suyo. Mantiene el tipo con taimado estoicismo, sentenciando ya por enésima vez que hemos tocado techo. Un techo abierto o flexible, por lo visto. Durante los idus de crisis todos aventan su sermón. Gobierno, oposición, técnicos de cuello almidonado y panfleteros de show televisivo, todos vaticinan, todos nos echan sus cartas marcadas, publican sus inefables augurios, esperando que el ánimo del feligrés se mueva al son de su negocio. Los medios de comunicación se han convertido en la hoja parroquial desde la que orear el desconcierto de opiniones que después la ciudadanía recitará en la cola del paro o sentado en un autobús. ¡Españolito, que ves la tele, te guarde Dios, cualesquiera de estos boticarios de la verdad te helará el corazón!
A medida que asiste uno a este relicario de estampitas a la venta de un futuro a su medida, va sintiendo la misma resaca que quizá padeciera Sibila tras una dura jornada de vaticinios. Y según lo cabreado estés o lo afín que seas al Gobierno, así te irás a casa contento, reafirmado o simplemente -éste es mi caso- tan o más perplejo y compungido que antes de leer las apofánticas sentencias de estas brujas Lola de la economía.
Por cierto, los oráculos griegos cerraron el chiringuito siglos después, en parte eclipsados por la incipiente competencia del cristianismo y -esta lectura me agrada más- quizá porque la gente acabó convencida de que es mejor lidiar con el presente de cada uno que oír las crípticas voces de aquellos que mercadean con el futuro ajeno.
No hace mucho, la agencia privada de calificación crediticia Standard & Poor’s (S&P), que no es sino una división de la empresa McGraw-Hill -como intuirán ustedes, su presunta objetividad cuando menos resulta dudosa-, determinará cual rayo divino que la posición de solvencia de las finanzas españolas ha pasado de sobresaliente (AA+) a notable (AA), debido a nuestro lento y anémico crecimiento económico. Las otras dos agencias gurú del Olimpo macroeconómico que mueven los hilos del oligopolio financiero, Moody's y Fitch, corrigen el examen a nuestro favor, manteniendo la matrícula de honor. Pero este alivio no evitó que la Bolsa se cubriera las espaldas, cayendo al instante el Ibex35 un 7%. Por si las moscas, más vale beneficios a corto plazo que calidad de crédito. Las agencias de rating mueven la güija e inmediatamente a los inversores les tiembla la rabadilla. A poco que se constipen, bajando sus ganancias un exiguo tanto por ciento, van llorando su ridícula tragedia a los cuatro vientos y exigiendo compensaciones al Gobierno. Mientras tanto, el peón de a pie toma aliento y cuenta hasta diez, soñando que quizá mañana el temporal haya descampado. El Santander gana en el primer trimestre un 5,7%, Repsol un 30%, Telefónica ya se frota las manos en previsión de impúdicas ganancias hasta 2012 y el vecino del tercero -cliente asiduo del Inem- lo único que gana cada vez que lee la prensa es un cabreo de no me toques que me enciendo.
Por su parte, la oposición vio en el augurio de S&P una excusa perfecta para pronosticar con argumentos ajenos la debacle que se avecina si el Gobierno no rectifica su política económica. El Gobierno a lo suyo. Mantiene el tipo con taimado estoicismo, sentenciando ya por enésima vez que hemos tocado techo. Un techo abierto o flexible, por lo visto. Durante los idus de crisis todos aventan su sermón. Gobierno, oposición, técnicos de cuello almidonado y panfleteros de show televisivo, todos vaticinan, todos nos echan sus cartas marcadas, publican sus inefables augurios, esperando que el ánimo del feligrés se mueva al son de su negocio. Los medios de comunicación se han convertido en la hoja parroquial desde la que orear el desconcierto de opiniones que después la ciudadanía recitará en la cola del paro o sentado en un autobús. ¡Españolito, que ves la tele, te guarde Dios, cualesquiera de estos boticarios de la verdad te helará el corazón!
A medida que asiste uno a este relicario de estampitas a la venta de un futuro a su medida, va sintiendo la misma resaca que quizá padeciera Sibila tras una dura jornada de vaticinios. Y según lo cabreado estés o lo afín que seas al Gobierno, así te irás a casa contento, reafirmado o simplemente -éste es mi caso- tan o más perplejo y compungido que antes de leer las apofánticas sentencias de estas brujas Lola de la economía.
Por cierto, los oráculos griegos cerraron el chiringuito siglos después, en parte eclipsados por la incipiente competencia del cristianismo y -esta lectura me agrada más- quizá porque la gente acabó convencida de que es mejor lidiar con el presente de cada uno que oír las crípticas voces de aquellos que mercadean con el futuro ajeno.
Ramón Besonías Román
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