Filosofía post mortem



Permitidme que me entregue sin miramientos a la máxima kantiana según la cual poco caballeroso sería criticar voluntades ajenas sin obligarse uno mismo a analizar el ojo propio. Es así que después de enterarme que el ministro de Educación, Jose Ignacio Wert, ha aprobado su ley con el poder que le otorga la mayoría absoluta de su grupo parlamentario, me veo más que impelido a hacer una serena reflexión acerca del asunto, no sin ejercer a mi pesar de abogado en contra de mis propios intereses, pero obligado a ser honesto con una verdad a la que nos debemos, más allá de aquellos vientos que susurran para complacer el oído que los escucha. 

Antes de comenzar lanzo a mi lector el firme preaviso de que sin lugar a equívocos soy de partida devoto opositor de esta torpe y solipsista ley educativa, entre otras cosas por haber erosionado hasta su metástasis la posibilidad de que la Filosofía tenga como disciplina un espacio cabal dentro de un sistema educativo que responda con responsabilidad a las demandas sociales del ciudadano del siglo XXI, más allá de una mera adaptación darwinista o de los intereses políticos del grupo parlamentario de turno. Ahora bien, no debiéramos obviar que el enfermo estaba ya en serio peligro de muerte mucho antes de que apenas hubiera parido el señor Wert la primera línea de su engendro legislativo. Y lo estaba en parte por la actitud arrogante y autista de las autoridades académicas que creen dirigir sin temor ni temblor desde sus cátedras esta venerable disciplina, alejados de principios pedagógicos básicos o del mero sentido común. También lo está por no haber ejercido nosotros, profesores de Secundaria, una presión valiente y rigurosa contra unos planes de estudios obsoletos, anclados aún en la aprehensión de un legado histórico que huele desde hace décadas a naftalina; y haberlo hecho mucho antes de que venga otro a enmendar a hachazos lo que bien hubiéramos podido nosotros defender con argumentos. No digo con esto que la razón por la cual el actual Ejecutivo ha reescrito una vez más la historia legislativa española en materia educativa obedezca a nuestros pecados. Cada cual que cargue con su cuota de responsabilidad. Lo que sí puedo afirmar sin faltar a mi subjetiva percepción de este contexto es que hemos defendido nuestra profesión solo cuando tuvimos evidencias de su eminente mortalidad, y no en momentos más oportunos, sin injerencias políticas ni influidos por el temor a nuestro futuro profesional.

La Filosofía está desde hace mucho tiempo necesitada de una refundación, mediada por una reflexión que implica no solo la readaptación a principios pedagógicos que pisen con claridad y humildad el suelo que pisan nuestros alumnos, sino también una mirada honesta acerca del papel social que debe representar nuestra disciplina en la configuración del nuevo milenio. Como cualquier poder consuetudinario, hemos confiado en que nuestra disciplina perduraría eternamente mientras exista sobre la Tierra un ser que piense, como si pensar fuera patrimonio exclusivo de nuestro área de estudio, como si estuviésemos protegidos por no sé que dios profano. 

No es tarde aún (nunca lo fue) para abrir un debate no tanto sobre las maldades del poder establecido, aliviados con el placebo de estar del lado de la razón meridiana, cuanto tomar el asunto desde su raíz profunda. Vendrán otros partidos, no lo dudéis, otros gobiernos, y traerán consigo sus recetas milagrosas, su rutilante ley educativa, respuesta beatífica contra los desmanes del adversario ideológico. Quizá entonces nos sintamos a salvo de la metralla, recuperado nuestro orgullo, nuestro horario y nuestro trabajo, pero el monje seguirá vistiendo el mismo hábito raído y mugriento, pese a creerse libre de temores pretéritos. Siempre fue hora de cambiar. Que el dedo no nos impida ver el horizonte. La única solución a posteriori para nuestra futurible supervivencia como disciplina es mutar, presentar vino nuevo en odres imperecederos. De lo contrario, no habrá argumentos sólidos con los que convencer de que la Filosofía tiene cabida en la educación que vendrá. Nuestro peor enemigo no es la política mezquina, ni el mercado omnipotente, sino nuestra propia debilidad.

2 comentarios:

  1. No puedo opinar cabalmente sobre el tema, Ramón. He asistido a una campaña opositora de algunos profesores de filosofía a este desmantelamiento de la filosofía en bachillerato y coincido con ellos en mi crítica radical a esta ley de Educación promovida por un experto en marketing y sociología pero no en Educación. Es una reforma que aprueba en solitario el PP, lo que muestra su debilidad política, y que predice que vendrá a ser sustituida por la siguiente mayoría parlamentaria que se consolide y que volverá a jugar con la educación como si fuera un debate de segundo orden en el que cualquiera pudiera entrar a jugar. En todo caso, lamento el papel de la izquierda también en el debate educativo que nos ha traído al panorama que ahora vivimos y que comenzó con aquella catastrófica LOGSE y que se ha convetido en el paradigma de algo mál hecho desde la base. A eso uniieron los socialistas los conciertos económicos con la privada. Y esto no lo hizo la derecha. En fin.

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  2. Tal como veo a estos estos creo que cambiar gran parte de las cosas depende de nosotros, los docentes.
    A nadie se le impide no usar libro de texto, por poner un ejemplo vistoso, y se sigue haciendo.
    Lo que ya no depende de uno es trabajar en equipo. Para eso hace falta consenso.
    Las leyes han ido pasando, pero de puertas para adentro de las aulas ha cambiado bien poco.

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