Elogio del escepticismo



Nunca he sido fetichista. Cuando era adolescente, no empapelaba mis carpetas con recortes de ídolos musicales o tops de infarto; mi estética juvenil era muy parecida a un traje de Armani, austero y monocromático. Escuchaba música, algunas canciones las repetía una y otra vez hasta quemar la cinta magnética del radiocasete; pero no tenía cantantes a los que idolatrar. Leía, devoraba palabras, pero nunca hice una lista de cuarenta principales. 

En lo referente a la religión, más de lo mismo. Fui creyente practicante durante un par de décadas; un creyente comprometido (en un sentido marxista), pero nunca agaché la cabeza ante la pirotecnia del ritual o el aura sagrada de los popes. Era de los que se cuestionaba todo, de esos moscardones que en el momento más delicado hace la pregunta más sensible. La seguridad de la fe, esa convicción en que algo puede ser verdad hoy, como lo fue ayer y lo será mañana, me resultaba sospechosa e intrigaba mi curiosidad. No necesitaba imaginar al clero desnudo para saber que en aquellos seres estirados, solemnes, que hablaban como si en ellos -o a través de la hipóstasis divina- residiera la verdad absoluta, habitaban las mismas dudas, los mismos miedos que inquietan a cualquiera. Por eso, su verborrea me sonaba a truco de prestidigitador. 

Soy de la escuela de Pirrón, de Montaigne, de Hume, de Nietzsche. No creo en certezas, solo en mapas provisionales. La vida es como un desierto en el que tras la noche, el viento deshace la orografía del día anterior, y debes de nuevo reorientarse, confiar en tu ingenio y sentido común para avanzar. Mi escepticismo es militante, aunque tengo, sin saber por qué, una visión optimista de la naturaleza humana; tiendo a pensar que, pese a los síntomas, el futuro depara más ventura que desgracias. 

Conviene no confundir escepticismo con pesimismo. La palabra "escepticismo" proviene de skepsis, que significa "examen a fondo". El escéptico requiere pruebas de cualquier enunciado con ínfulas de mandamiento; todo aserto debe ir acompañado de suficientes argumentos que los explique y justifique. Popper dixit. Una afirmación o una negación son más verdaderas cuanto más veces y con mayor rigor hayan sido sometidas a falsación. Por el contrario, el pesimista lo es más por una actitud existencial, por un ethos emocional; cree que el universo tiende a una entropía distópica. En un sentido estricto, un escéptico no es necesariamente pesimista. Dudar no implica la expectativa de que toda argumentación conduce a un abismo.

Por supuesto, no practico un escepticismo paranoico; no veo en cada argumento una ocasión de duda. Pero sí poseo una cierta sensibilidad -llámese si se quiere instinto- para detectar la estupidez humana, con su persistente catálogo de prejuicios, dogmas y catequesis. Huelo a un vendedor de Biblias a kilómetros de distancia. Cuando escucho o leo noticias, tiendo con facilidad a analizar los argumentos del protagonista; a buscar, como quien realiza un puzle, grietas que revelen inconsistencia. 

Más que creer, confío, otorgo crédito. Y lo hago solo con quienes lo muestran con naturalidad -revelarse, como diría Heidegger- o se lo han merecido con hechos fehacientes. Regalo mi confianza a las personas, no a sus ideas.

El propio ejercicio dialéctico excita mi intelecto; más allá de ser un compromiso con la inteligencia, deviene también en un acto lúdico, un entretenimiento de la mente, un juego de seducción intelectual. Hablando claro, me gusta discutir, lanzar pelotas que después pueda recibir con mayor potencia. Soy un mayeútico que se resiste a amarrar sus ideas en puerto. Como Ulises, amo el camino hacia Ítaca.

Ramón Besonías Román

1 comentario:

  1. Me cansa últimamente el tema clerical. Me cansa mucho. Estoy entrando en una etapa nueva. No la habitual, la que me indigna. Ahora prefiero la indiferencia. Allá ellos y acá yo. Y en ese plan geométrico.

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