La audacia de Rimbaud



Hay días en los que a uno le entran las ganas -aunque falte la voluntad- de enfundarse el temple de Rimbaud, huir de la ociosa calidez que ofrece de la vida cotidiana y entregarse a una prosaica empresa hasta el fin de sus días. 

Vargas Llosa alerta en su último libro de la banalización de la cultura, transmutada en objeto de consumo de masas, e invita a leer (o releer) a los clásicos como medicina preventiva contra la estupidez contemporánea. Y yo imagino a un ciudadano medio, víctima como muchos de la crisis, empleado a destajo, padre de familia, hipotecado y sin más tiempo para solazarse que un par de horas en las que tumbar su transida figura sobre un sillón, en busca de placebos audiovisuales con los que anestesiar las preocupaciones del día. Supongo que este ciudadano oyó quizá hablar de Vargas Llosa, puede que incluso leyera algún libro suyo, obligado por el profesor de Lengua en sus años escolares. Hoy, herido de adultez, no tiene tiempo para leer, y cuando la dicha es buena, prefiere sumergirse en mundos paralelos, donde imaginar que la vida es menos jodida de lo que pinta un telediario y más dulce para el justo y el honrado. Es natural que prefiera un show idiotizante a Proust en vena. 

Yo también elegiría el reality, no lo duden. Pero no puedo; fui ungido a mi pesar con la maldición de la lucidez, el cruel yugo de la conciencia, y nada puedo hacer para deshacerme de su querencia malsana. Quisiera ser ignorante, dejar de inquietarme ante el devenir del mundo, la crónica aciaga del telediario. Quisiera que no me importara nada excepto la incertidumbre del mañana y disfrutar, inocente, de los placeres que cada día me regalara. Pero no puedo; ando por el mundo, herido por el veneno incurable de mi ilustración.

Envidio la audacia del joven Rimbaud, y escupo -a mi pesar- sobre la tumba inmortal de Proust. Porque como él, soporto el lastre de mi memoria como herencia y salvación, y no sé huir, no sé cómo se olvida, cómo disfrutar del tiempo presente sin recurrir a la estela que deja a cada paso. 

A veces -hoy es uno de esos días-, envidio la suerte del indolente, y cambiaría sus desgracias cotidianas por mi metafísica. No lo dudaría.

Ramón Besonías Román

2 comentarios:

  1. No hagas cambios. El cambio siempre pide otro. O hazlos con vocación. No pares. Tengo un amigo que pide a gritos ser distinto cada día. Lo consigue a medias. Estupendo discurrir el tuyo, pero asfixiante. En lo personal, me ha dejado pensando. Y es lo que buscamos en quienes nos leen. Hoy más que nunca. Abrazo de viernes clareando el día...

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  2. No sé si podríamos hablar del ocaso de la Cultura, sí, con mayúscula, como una entidad que no dice gran cosa a las preocupaciones del ser humano contemporáneo. Pienso en Proust, en Azorín, en Gide, en Faulkner, en Margueritte Youcernar, en Yukio Mishima, en Samuel Beckett, por poner unos ejemplos de buena literatura. Pienso en ellos y no veo que ocupen ya un lugar entre los jóvenes, ni sus inquietudes son las de ellos, como si su discurso hubiera quedado desfasado o sencillamente inútil. Hace tiempo que llevo hablando del oscurecimiento de lo literario por la muerte del estilo propia de la época actual. Un hombre con estilo, un escritor con estilo, es objeto de aversión generalizada. Los problemas que plantearon los grandes escritores han dejado de ser vigentes en este tiempo. Solo el que, aislado, se sumerja orgulloso y solitario en la buena literatura, entenderá el porqué de su rabiosa actualidad, pero eso no es habitual ya que reina la apoteosis de lo democrático entendido como compartida vulgaridad universal.

    Disfruta con tu maldición de la lucidez y la conciencia, pero de algo estoy seguro, y es que, a pesar de lo que sostienes, no envidias la suerte del indolente.

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