El pícaro



Al español, salvo en verdades sustanciales y metafísicas, nada nos merece gastar aliento, faltriquera o siesta. Combinamos con trágica teatralidad el más prosaico y farfullero de los hedonismos con una exaltación mística y sentida en defensa de valores trasnaturales que nos excusa de un merecido purgatorio. Por esto mismo, no es de extrañar que, obviando al gitano trashumante, navajero y pasional, al santo varón en loores de santidad y al caballero de lanza en astillero, el arquetipo más folclórico y recurrente de nuestra cultura castañueletera sea el pícaro. Este tipo ideal viene a ser el antónimo del hombre de bien, honrado súbdito, fiel amigo, diligente trabajador y marido protector, que los valores morales (o religiosos, que para el caso eran los mismos) han atribuido al español bien nacido desde hace siglos. El pícaro trasmuta todos estos valores con su actitud deshonesta, desvergonzada y capciosa, medrando a través de su reconocida fama de astuto y habilidoso carterista de lo ajeno. La literatura española lo encumbró como personaje atractivo, pese a su insolvencia moral, al igual que Hollywood convirtió al asesino en un antihéroe seductor e inteligente. El Siglo de Oro lo presenta como la antítesis del caballero cristiano y honra impoluta, pero también como consecuencia natural de las circunstancias sociales y económicas de la España de entonces, pese a que los escritores se vieran obligados a concluir sus novelas con una enseñanza moral que lubricase el nihil obstat del inquisidor. El pícaro es un producto de su época, un arquetipo sociológico que, pese al evidente progreso que ha experimentado la sociedad española desde entonces, sigue siendo un personaje que ha sobrevivido sin perder ni un gramo su ambivalente atractivo. Será que en el fondo los españoles entendemos al pícaro como una seña consustancial de nuestra idiosincrasia nacional. Algo similar le sucede al furfante y malandrino italiano, ejemplificado en la esperpéntica estampa de Silvio Berlusconi o, décadas atrás, a través del cine en las comedias de posguerra.

La picaresca ha pasado a convertirse en seña de identidad del macho mediterráneo, en una mera estrategia de supervivencia en tiempos de crisis. Por esta razón, a no ser que sus fechorías nos toquen la bolsa, tendemos a menguar la maleficencia del pícaro, a excusarle incluso, argumentando haber sido una mera víctima de las negras contingencias de la vida. Aún más, su temeridad y astucia se tornan en atenuante. Todos en alguna ocasión soñamos ser un pícaro -eficaz a ser posible- ladronzuelo de guante blanco, galán impostado, mujeriego y seductor. En la época en la que se acusó a Mario Conde en el famoso caso Banesto, recuerdo haber oído numerosos comentarios a pie de calle que atenuaban la inmoralidad de su robo, alabando la impoluta estética del banquero y alegando a su favor que él lo único que hizo es lo que haría cualquiera en su caso: sacar tajada. Si no lo haces tú, otros lo harán por ti. Además, quien roba a un ladrón...

La aceptación popular del pícaro como parte esencial de nuestra naturaleza taurina ha ido provocando que dentro de las instituciones se haya creado una especie de omertá inconsciente (o no), aceptando como normales comportamientos y acciones de escasa moralidad y dudosa legalidad, basados en la regla no escrita del hoy por ti, mañana por mí. Aquello que en un contexto teórico podría considerarse como un tácito
acto delictivo, acaba resultando en la práctica un ejercicio de empática complicidad entre colegas. Véase el caso Camps, un pícaro moderno, venido a más, trajeado y sonriente, que no sabe ni contesta, porque en el fondo tiene la convicción de que no hizo nada ilegal; a su parecer el cohecho no debiera estar penado, puede que incluso piense que debiera escribirse un tratado maquiavélico acerca de los mandamientos del pragmatismo político para instrucción de legos e ingenuos. En la política, como en el mundo empresarial, nada se consigue sin dádivas ni privilegios; si quieres ser tratado como un rey, debes aprender a untar el ego y el monedero de tu mecenas, tenerle contento y distraído. De lo contrario, la porción de pastel acabará en manos de otro arribista que sepa echar lecha a su puchero. ¡Cómo si no creéis que se ha conseguido convertir a Valencia -ladrillazo en mano- en enseña de la modernidad nacional! ¿Debatiendo? ¡Ay, crédulo contribuyente, honrado ciudadano! ¿Aún crees que las pirámides se construyeron con mano de obra que trabajaba ocho horas diarias, disfrutaba de seguridad social y vacaciones pagadas? No, fue el pícaro faraón quien nos dejó para deleite del turista la majestuosa belleza de nuestro patrimonio universal. No se preocupen ustedes; el futuro está en manos de sagaces pícaros, que hacen del interés colectivo su propia hacienda. Quizá, siendo pragmáticos, debiéramos votar no al honesto político que promete el paraíso sin más crédito que la fe, sino al pícaro, al "viejo truhán, capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera". Camps aplica a la perfección el famoso adagio liberal "vicios privados, virtudes publicas".

Ramón Besonías Román

2 comentarios:

  1. Me estoy acordando ahora, por ejemplo, de Jesús Gil, del que con su gran perspicacia, cultura e inteligencia "el Flaco" Menotti (a la sazón, recién despedido entrenador del Atlético de Madrid) dijo que era "una mala copia de Al Capone", cuestión evidente; lo que no evitó su encumbramiento por varias mayorías absolutas al Ayuntamiento de Marbella (como el señorito petimetre que nos ocupa), en el que empezó limpiando las calles de "gentuza" (según él) y terminó limpiando a fondo las arcas municipales.

    Ahora acabamos de contemplar atónitos como el ínclito Sandokán, en Córdoba, (que presume de no haber leído un libro en su vida), encausado en la caso Malaya, ha dado la sorpresa en las últimas municipales, siendo su opción la 2ª más votada y lo que es más "perplejante" (si se me permite el neologismo, ya que estamos aquí), con los votos que perdió IU.
    Decía un alemán a un amigo de mi padre: "En España hay dos clases de españoles: los que roban y los que no pueden robar". Esperemos quen esté equivocado.Pero, cosas veredes, amigo Sancho.

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  2. (Como el señorito petimetre que nos ocupa, en Valencia; quería decir)

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