Hace unos días nos reunimos los jefes de departamento del instituto para tratar temas variados, entre los que se incluía uno que representaba para no pocos profesores un problema inquietante: la huelga de los alumnos. Las actitudes se dividían entre aquellos que veían un engorro monumental que los alumnos pierdan clases, sea cual sea la causa que motive su ausencia, y aquellos otros que lo interpretaban como una ocasión especial para reflexionar con ellos sobre la necesidad de implicarse en los asuntos públicos que les afectan. El primer grupo de profesores -casi todos de Ciclos Formativos- manifestó su indignación por el hecho de que la huelga les impidiera avanzar en las prácticas y solicitaban a la CCP que se ejerciera una presión extra sobre los alumnos, a fin de que vinieran esos días a clase, bajo amenaza de estar más cerca de perder el derecho a evaluación. Al parecer, los Ciclos Formativos no tienen derecho a hacer huelga, pese a ser casi todos mayores de edad, y se arriesgan a que se les cuente esos días como faltas injustificadas y penalizables como absentismo.
A la luz de esta reunión, me parece que los argumentos que se esgrimieron durante la misma reflejan a modo de metáfora recurrente el devenir de estos tiempos y la actitud ambivalente que los adultos mantenemos con las jóvenes generaciones. Al mismo tiempo que criticamos la apatía del adolescente, reprimimos o obviamos su derecho a manifestarse. Nos quejamos de que vayan a la huelga para después quedarse cómodamente en casa, pero no orquestamos en el instituto fórmulas educativas que refuercen en nuestros alumnos la confianza en la unión colectiva como germen de cambios sociales. Por el contrario, a menudo damos ejemplo de nuestras propias contradicciones como colectivo y evitamos que nuestros intereses rocen con el de nuestros alumnos, amparándonos en una visión reduccionista del universo adolescente.
Es urgente recuperar en los centros educativos un modelo de organización interna y reparto de tareas que otorgue al alumno responsabilidades y le haga sentir que sus opiniones cuentan, no solo de forma pasiva o teórica, sino en el contexto real de las relaciones que conforman el ecosistema educativo. Y no solo eso; también es urgente que los métodos de enseñanza y aprendizaje dentro y fuera del aula refuercen el trabajo cooperativo, el reparto equitativo de tareas, el debate social. A día de hoy, los retos que se puso a sí misma la LOGSE de dotar a los centros de autonomía, de subrayar la importancia de los Consejos Escolares y las Asociaciones de Padres, y de implicar a los alumnos en la vida del instituto, se revelan como infructuosos, hasta tal punto de que incluso en algunos círculos educativos -incluida la propia Administración- se empieza a ver con malos ojos este modelo de gestión y participación; y se pone como excusa para su disolución definitiva su escaso éxito y la falta de voluntad de los agentes implicados, en vez de buscar recetas más eficaces para reactivarlo.
La pasividad de nuestro alumnado es un fiel espejismo de nuestra propia actitud como adultos, refleja nuestra anomia, el progresivo debilitamiento de una sociedad civil que vio nacer la democracia bajo la promesa de que los progresos sociales se edificarían a modo de proyecto común y no desde la indolencia. Tarde o temprano, esta incapacidad para retomar un modelo de democracia participativa, reforzar el tejido social como patrimonio de calidad democrática, acaba calando en generaciones posteriores, que mimetizan con docilidad nuestro escepticismo. Por eso, cuando un alumno piensa, transmite sus ideas, cuestiona lo dado, pese a que lo haga amparado en argumentos débiles o actitudes cuestionables, hay que ponerse a su lado y compartir su incertidumbre. De lo contrario, heredarán nuestra misma capacidad para tragar sin masticar, ceder sin luchar, aceptar sin comprender.
Ramón Besonías Román
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