Sin embargo, si echamos una mirada limpia y desprejuiciada sobre nuestra realidad cultural, debemos reconocer que estamos asistiendo a un incremento del interés por la lectura y -he aquí la gran novedad- hacia la escritura, propiciado sobre todo por la popularización de Internet entre las clases medias. Hace quince años era impensable que cualquier ciudadano pudiera escribir y compartir lo que escribe con cientos de lectores, o establecer redes de comunicación inmediata con miles de personas de todo el mundo, en cualquier idioma. El mismo fenómeno que ha tenido lugar en el terreno de los audiovisuales, está gestándose en el universo de la lectura. Hace veinte años, para acceder a una filmoteca o una discografía amplia y variada, debías gastarte mucho dinero; hoy, a través de la red, legalmente y sin un coste excesivo, esto ya es posible. Es cierto que la red incorpora un modelo de comunicación y lectura con deficiencias y peligros que hay que tener en cuenta -inmediatez, rapidez y profusión de contenidos, mezclados sin criterios de calidad-, pero esto no resta que reconozcamos la enorme promoción de la lengua que supone el espacio digital.
Es previsible que en un futuro exista una necesaria convivencia entre ambos entornos de comunicación y conocimiento, propiciados por una creciente digitalización del sistema educativo. Esto exigirá la articulación de una nueva pedagogía, más allá de las imposiciones del mercado. Aún no existe un marco teórico consensuado acerca del impacto que las nuevas tecnologías están teniendo sobre el sistema educativo, ni estudios especialmente fiables sobre la mejor forma de aplicar las nuevas tecnologías al marco educativo. Las empresas del sector se alían con las instituciones educativas para dilatar sus cuentas, vendiendo esta revolución como un futuro inmediato e irrenunciable. Sin embargo, estas tecnologías se aplican a menudo sin control ni evaluación, casi siempre por ensayo-error o por pura inercia social. Aquellos que nos dedicamos a la enseñanza tenemos una labor especialmente sensible en este asunto. Aprender a discriminar contenidos digitales y a realizar búsquedas racionales en la red; aprender a protegerse de los abusos y peligros que esconde Internet; aprender a usar de manera eficaz y controlada las múltiples herramientas que ofrece el entorno digital. Estos son los principales retos a los que nos enfrentamos los docentes 3.0. Ha cambiado el entorno, pero los objetivos siguen siendo los mismos. Debemos dotar a nuestros alumnos de herramientas críticas que le capaciten para enfrentarse a este nuevo mundo digitalizado con responsabilidad y criterio. Debemos negarnos a claudicar ante la posibilidad de un nuevo humanismo en la era digital que despeje la perplejidad que genera la asimilación de este nuevo marco comunicativo y de conocimiento. Debemos evitar entrar en la red sin ir armados de un fuerte sistema de protección y análisis crítico de los contenidos que se nos ofrece. No todo vale en la red, ni todo posee igual valor moral, intelectual, literario, estético. Nos hemos acostumbrado a ver Internet como un profuso bazar sin orden ni concierto, en el que millones de datos pululan a merced de leyes cuánticas, y en el que el internauta es poco más que un holandés errante en busca de un puerto permanente que nunca llega.
Es aquí donde la escuela debe realizar su rol de mediador cultural, al igual que en el terreno literario lo ejerce el editor. Un editor no deja de ser un mero consejero cultural, alguien en el que confiamos a la hora de discriminar qué obra, dentro del ingente mercado editorial, es digna de ser leída. Un editor es un ser contingente; probablemente se equivoque, pero lo hace siguiendo unos criterios de gusto y calidad que sirven de referencia a la hora de seleccionar qué merece o no ser publicado. Algunos gurús de lo digital auguran el fin de los editores; no puedo estar más en desacuerdo. Si la figura del editor acabara muriendo, habría que reinventarla, adaptarla a los nuevos tiempos. Cuando un ciudadano entra en una web de venta de libros, echa en falta no solo una amplia oferta literaria, también unos criterios de calidad, una ayuda externa que le oriente en la densa selva editorial. Quizá por esta razón, cada día abundan más espacios digitales en el que los lectores pueden compartir gustos y opiniones acerca de los libros que leen.
¿Recuerdan aquellos experimentos tipo Walden en los que los educadores dejaban a sus alumnos decidir libremente qué querían hacer o aprender? Cuentan que tras una semana de absoluta libertad, una niña se acercó a uno de los educadores y le preguntó preocupada: ¿Hasta cuándo vamos a tener que seguir haciendo lo que queramos? La alumna de Walden necesitaba un apoyo en el que basar su aprendizaje, un detonante que alimentara su natural necesidad de conocer. La red no ofrece a priori este apoyo. Debe ser el internauta quien venga de casa con la lección aprendida, con unos criterios previos de discriminación y selección. Esto solo lo puede dar la educación, tanto la reglada como aquella que va conformando ya en la edad adulta nuestra propia identidad.
Ramón Besonías Román
No sé qué decir sobre la polémica entre apocalípticos y digitales. Yo suelo combinar ambas opciones. Sin embargo, cada vez va a ser más frecuente y generalizado que nuestros alumnos cuando se les indica un libro de lectura obligatoria (para la selectividad) como por ejemplo El burlador de Sevilla, aduzcan que se lo han bajado de internet y que lo tienen en el ordenador. Genial ¿no? El problema es que estas descargas no son fiables. No hay ninguna garantía de fidelidad al texto ni ningún aparato contrastable de crítica textual. Este es un panorama cada vez más frecuente y ante el que el profesor no sabe cómo actuar. No puede obligar a comprar determinados textos (en plena debacle económica) y ha de aceptar el ejercicio de la piratería al más bajo nivel, suponiendo que así se leerán los textos en el ordenador, cuestión harto problemática. Sin duda esta situación híbrida es nueva. Añoro (soy un puto añorante) el tiempo en que el profesor señalaba un texto de lectura y sus alumnos en un plazo prudencial lo conseguían todos y lo llevaban a clase para subrayarlo, comentarlo, diseccionarlo. Pero esto eran otros tiempos… Ahora estamos en pleno shock del futuro y algunas costumbres atávicas han de ser sometidas a profunda revisión.
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