"Dimití porque sentía vergüenza ajena de pertenecer al PP", confiesa José Miguel López, ex minero y hasta ahora concejal del PP en Foz Calanda (Teruel). Dimite de su cargo a causa de los recortes que el gobierno ha cargado sobre el sector del carbón. "Mi abuelo era minero, mi padre también y yo me prejubilé ya aquí en Ariño. Es toda mi vida." Afirma haber entrado en política "por hacer algo por el pueblo", pero que le ha defraudado; los políticos "deben mojarse más", declara.
Leí la noticia hace unos días y me sorprendió por dos razones. Por un lado, oír de un político que se siente avergonzado es un caso inusual, un ave extraña dentro de la fauna que puebla nuestro gallinero político. Las emociones más recurrentes en esta profesión son la arrogancia, la soberbia, la seguridad, un empoderamiento de la voluntad que los hace andar por la vida sobrados de respuestas. La duda, el reconocimiento de los errores propios, el arrepentimiento o la vergüenza entran fuera de su catecismo moral. Por eso, cuando oí a Jose Miguel López confesar su vergüenza hacia los excesos de su grupo político, no pude cuando menos sentir una mezcla entre extrañeza y júbilo.
La vergüenza denota en quien la siente la posesión de un sentido honesto de lo que está bien y lo que está mal. Este sentimiento bien podría ceñirse al ámbito de lo privado, quedarse en una tristeza curada de puertas para dentro, mientras el político sigue con los quehaceres propios de su cargo. Pero José Miguel López no pudo separar sus responsabilidades públicas de su conciencia moral y dimitió. Un sentido inquebrantable de coherencia superó su compromiso político.
Decía el sociólogo Max Weber que entre las virtudes que debe poseer un buen político existe una especialmente difícil de cumplir: saber cuándo es momento de retirarse, cuándo saber que su ética de la responsabilidad excede en mucho su ética de la convicción. Hoy en día, hablar de ética en el ámbito de la política casi que parece una entelequia incómoda, un subgénero de la ciencia ficción. Decisiones como la de José Miguel López parecen estar fuera de época, una hipérbole impostada, lejos del acomodo pragmático al que estamos acostumbrados. Sentir vergüenza es un lujo que el político no puede permitirse; al hacer visible su emoción, debilita su pose de seguridad, desvela la inmoralidad del juego político, su maniqueísmo implícito. De un político se espera firmeza y determinación, prudencia y templanza, sabiduría y sentido común. La conciencia moral nunca debe estropear una buena estrategia política.
Siempre he sentido especial interés por saber qué debe pasar por la mente de un político en el preciso instante en el que sabe -sin necesidad de pruebas empíricas, porque sí, por un íntimo desvelamiento de la verdad en su fuero interior- que no está haciendo lo correcto, que sus decisiones llevan aparejadas una profunda traición de principios morales básicos. Ese preciso instante antes de decirse a sí mismo, en una excusa impronunciable: por qué ser tan purista, hagamos borrón y cuenta nueva y sigamos adelante; si soy tan estricto conmigo mismo, no avanzaría, no llegaría a nada. Madurar es esto, saber claudicar, pagar el tributo moral a cambio de mi supervivencia política.
Uno de los primeros escenarios que ponen a prueba la entereza moral de un político tiene lugar en el seno mismo de su vida interna de partido, en la toma de decisiones que gestará con el tiempo su carácter político. Tuve la suerte de colaborar este año con una candidatura a Secretario General del PSOE en una Agrupación Local y contemplar los diferentes mecanismos psicológicos que regulan la vida política antes de formar parte de lo que llamamos ejercicio del poder. Pude observar las motivaciones diversas que alimentan el interés por participar en la actividad política, así como los conflictos interpersonales que intervienen en las decisiones. Existe un momento especialmente revelador dentro de la vida política que a mi juicio es quizá el instante fundacional que pone a prueba el ethos moral de todo político: elegir una Ejecutiva Local sin dejarse llevar por criterios exógenos, ajenos a la función del cargo. A menudo, por no decir siempre, el candidato a la Secretaría debe ceder a presiones internas y elegir de entre su equipo a personas que, por su influencia dentro del partido o su afinidad con determinados sectores dentro de la militancia, pueden proporcionarle con mayor seguridad un mayor número de votos. Por esta razón, las Ejecutivas del partido nunca son las que el candidato hubiera deseado, sino una macedonia azarosa en la que se mezclan lealtades firmes con clientelismos. El sentido común impone que un equipo político debe estar formado por personas de las que uno puede fiarse y que poseen una formación demostrada que les facilitará realizar su labor con eficacia y responsabilidad. Sin embargo, la cultura de partido alienta el maridaje impostado, los acuerdos de salón y conceptos de lealtad más cercanos a reglas mafiosas que a compromisos compartidos. Es en estos instantes donde se gesta lo que más tarde será un lugar común dentro de la vida política y que irá con el tiempo difuminando la delgada línea entre la honestidad moral y un fáustico pragmatismo autocomplaciente.
Por esta razón es tan extraño encontrar a un político que sienta vergüenza. Se han acostumbrado con tanta convicción a considerar como adecuado aquello que para el espectador accidental es cuando menos sospechoso de cierta atonía ética, que ya no sienten como una inconsistencia moral su entrega a determinados comportamientos; simplemente los han incorporado a su rutina diaria como herramientas profesionales ajenas a cualquier juicio.
Ramón Besonías Román
No hay comentarios:
Publicar un comentario