Francesc Homs, portavoz del gobierno catalán, declaró recientemente: «La cuestión lingüística es uno de los valores más preciados y el nervio alrededor del cual se tiene que construir la convivencia y la cohesión en nuestra sociedad». Si descontextualizamos esta sentencia, quién no puede empatizar con ella. Resulta evidente que la lengua, además de ser un elemento natural de nuestra identidad cultural, es el vehículo privilegiado para comunicarnos y convivir. La lengua refleja la realidad social de un país, una región o cualquier comunidad específica. Homs está en lo cierto en que el modelo lingüístico que adopte Cataluña debe propiciar la convivencia y respetar la diversidad cultural. Hasta aquí todo es teórico e idílico. Otra cuestión más compleja es que aquellos que defienden un discurso nacionalista, ya sea catalanista o españolista, estén dispuestos a ceder su cetro ideológico en favor de un modelo bilingüe equilibrado. La realidad no vislumbra que exista voluntad de que Cataluña aspire a un plan lingüístico que respete su identidad bilingüe. Los discursos siguen moviéndose dentro de una excesiva polaridad.
Homs sigue subrayando la especificidad de la lengua catalana, pese a que oficialmente Cataluña sea a todos los efectos una Comunidad Autónoma con dos lenguas, igualmente legítimas. Existe aún una resistencia irracional por parte de los partidos catalanistas y del PP de desequilibrar la báscula a su favor. Dentro de este tira y afloja quien sale perdiendo es precisamente la convivencia. El sentido común debiera conducir a una solución salomónica, en la que se estableciera la posibilidad de que los catalanes menores tuvieran el derecho y la obligación de aprender catalán y español, español y catalán, en igualdad de condiciones y carga horaria. No hay que olvidar que el objetivo final es procurar que las nuevas generaciones de catalanes posean un grado de competencia lingüística en catalán y español que les permita desenvolverse sin problemas a la hora de comunicarse en su vida personal y laboral. Este objetivo debe darse sin lesionar el aprendizaje de ninguna de las dos lenguas. El Tribunal Constitucional lo ha dejado muy claro a través de su Sentencia 31/2010: que el español «no quede reducido en su uso al de objeto de estudio de una asignatura más, sino que se haga efectiva su utilización como lengua docente y vehicular de la enseñanza». Los catalanes tienen derecho a ser educados en el aprendizaje de las dos lenguas oficiales, eliminando así la segregación del alumnado por motivos lingüísticos. La Generalitat, sin embargo, pretende fagocitar el español (con dos escasas horas semanales como carga lectiva), en favor del catalán. A día de hoy, solo un 26% de las webs de los organismos oficiales catalanes están traducidas a los dos idiomas. Un inmigrante catalán debe regularizar su situación aprendiendo al menos la lengua catalana, en ningún caso se obliga a elegir una de ellas o las dos.
¿Por qué entonces la cuestión lingüística sigue siendo en Cataluña un problema político? La virulencia del discurso en torno al catalán la provocan tanto aquellos que instrumentalizan la lengua como arma a favor de su ardor independentista, como aquellos otros que detestan la idea de que en España existan Comunidades Autónomas que hablen otra lengua que no sea el español. Estos individuos alimentan con su integrismo idea de la lengua como un problema identitario y un motivo de confrontación social, y no como una oportunidad de enriquecimiento cultural y cohesión ciudadana. La consellera de Educación de la Generalitat, Irene Rigau, se ha rasgado las vestiduras, inmolándose, cual Juana de Arco, tras conocer la sentencia del Tribunal Constitucional: «Si por el modelo lingüístico he de dejar la política, lo haré». Algunas asociaciones de padres y docentes intentan soliviantar al profesorado para que no acate la sentencia y defienda el catalán como única lengua vehicular. La prensa catalana está controlada en su mayoría por CIU, que intenta obligar a un modelo autonómico único, obviando la diversidad de Cataluña. Durante estos días, los medios catalanes presentan la sentencia del Tribunal Constitucional como una imposición centralista que mina su autonomía. Por su parte, el PP ha alimentado fuera de Cataluña el otro extremo ideológico a través de la defensa de un modelo unidimensional de lengua, apoyándose en conceptos igualmente nacionalistas, como patria, nación, territorio o religión. Ambos extremos se fundamentan en su propio egoísmo político y no en el objetivo de potenciar la convivencia plural. La ciudadanía no quiere que se le imponga nada desde instancias políticas, y menos aún su lengua. La escuela debiera ser un espacio donde congregar la pluralidad lingüística de Cataluña y hacerla hablar al unísono, en vez de dividirla.
Homs sigue subrayando la especificidad de la lengua catalana, pese a que oficialmente Cataluña sea a todos los efectos una Comunidad Autónoma con dos lenguas, igualmente legítimas. Existe aún una resistencia irracional por parte de los partidos catalanistas y del PP de desequilibrar la báscula a su favor. Dentro de este tira y afloja quien sale perdiendo es precisamente la convivencia. El sentido común debiera conducir a una solución salomónica, en la que se estableciera la posibilidad de que los catalanes menores tuvieran el derecho y la obligación de aprender catalán y español, español y catalán, en igualdad de condiciones y carga horaria. No hay que olvidar que el objetivo final es procurar que las nuevas generaciones de catalanes posean un grado de competencia lingüística en catalán y español que les permita desenvolverse sin problemas a la hora de comunicarse en su vida personal y laboral. Este objetivo debe darse sin lesionar el aprendizaje de ninguna de las dos lenguas. El Tribunal Constitucional lo ha dejado muy claro a través de su Sentencia 31/2010: que el español «no quede reducido en su uso al de objeto de estudio de una asignatura más, sino que se haga efectiva su utilización como lengua docente y vehicular de la enseñanza». Los catalanes tienen derecho a ser educados en el aprendizaje de las dos lenguas oficiales, eliminando así la segregación del alumnado por motivos lingüísticos. La Generalitat, sin embargo, pretende fagocitar el español (con dos escasas horas semanales como carga lectiva), en favor del catalán. A día de hoy, solo un 26% de las webs de los organismos oficiales catalanes están traducidas a los dos idiomas. Un inmigrante catalán debe regularizar su situación aprendiendo al menos la lengua catalana, en ningún caso se obliga a elegir una de ellas o las dos.
¿Por qué entonces la cuestión lingüística sigue siendo en Cataluña un problema político? La virulencia del discurso en torno al catalán la provocan tanto aquellos que instrumentalizan la lengua como arma a favor de su ardor independentista, como aquellos otros que detestan la idea de que en España existan Comunidades Autónomas que hablen otra lengua que no sea el español. Estos individuos alimentan con su integrismo idea de la lengua como un problema identitario y un motivo de confrontación social, y no como una oportunidad de enriquecimiento cultural y cohesión ciudadana. La consellera de Educación de la Generalitat, Irene Rigau, se ha rasgado las vestiduras, inmolándose, cual Juana de Arco, tras conocer la sentencia del Tribunal Constitucional: «Si por el modelo lingüístico he de dejar la política, lo haré». Algunas asociaciones de padres y docentes intentan soliviantar al profesorado para que no acate la sentencia y defienda el catalán como única lengua vehicular. La prensa catalana está controlada en su mayoría por CIU, que intenta obligar a un modelo autonómico único, obviando la diversidad de Cataluña. Durante estos días, los medios catalanes presentan la sentencia del Tribunal Constitucional como una imposición centralista que mina su autonomía. Por su parte, el PP ha alimentado fuera de Cataluña el otro extremo ideológico a través de la defensa de un modelo unidimensional de lengua, apoyándose en conceptos igualmente nacionalistas, como patria, nación, territorio o religión. Ambos extremos se fundamentan en su propio egoísmo político y no en el objetivo de potenciar la convivencia plural. La ciudadanía no quiere que se le imponga nada desde instancias políticas, y menos aún su lengua. La escuela debiera ser un espacio donde congregar la pluralidad lingüística de Cataluña y hacerla hablar al unísono, en vez de dividirla.
Ramón Besonías Román
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