Publicado en el diario Hoy, 10 de septiembre de 2011
Dicen que la muerte nos iguala a todos, pero no es cierto. Existen muertos de primera, segunda y tercera categoría; incluso los hay que habitan una cuarta categoría residual. Podemos establecer una taxonomía de muertos en función de la onda mediática que genera su defunción entre los que le rodean. Los muertos de primera categoría son muertos solemnes, recordados en los libros de Historia de todo el mundo. Los de segunda, también reciben reconocimiento, pero circunscrito al ámbito de su país, ciudad o colectivo. Los de tercera no poseen la suerte de llegar algún día a ser colgados de una pared o ver su nombre en un monumento conmemorativo; solo su familia, amigos y compañeros de trabajo alimentarán la huella de su recuerdo. Por último, están los muertos residuales, los parias; a estos no los recuerda nadie, ya sea porque no tienen atractivo público, pertenecen a un estrato social o cultura diferentes al nuestro o simplemente porque viven aislados, (auto)marginados, sin renta ni hogar, adictos a la soledad u otras drogas. De estos tan solo quedará un informe firmado por un forense y una estadística en el INE.
No todos los muertos son iguales. Nunca lo fueron. No poseen igual enjundia los muertos sirios que los españoles, los de una región remota que aquellos que perdieron la vida en mi ciudad, y mucho menos esos otros de mi familia que fueron quedándose en el camino. La muerte puede medirse en kilómetros. Cuando era niño, mis padres y mis profesores me enseñaban fotos y vídeos en los que niños de países remotos -todos negros y de África- se alimentaban con una pequeña ración de arroz y un vaso de agua al día. Los medios los presentaban raquíticos, en el chasis, rodeados de moscas y con la mirada perdida. Los maestros nos impresionaban con imágenes y datos que erizaban nuestra alma y nos dejaban sin habla. Sin embargo, aquella impresión duraba apenas el tiempo que restaba la clase hasta el recreo. Pronto olvidábamos que el mundo puede ser un lugar cruel y despiadado, y volvíamos a lo nuestro, jugar. Los muertos de África nos pillaban muy lejos, podíamos entender que aquellas madres sufrieran al ver morir a sus hijos sin haber cumplido apenas un año de vida, pero no nos dolía su aflicción, pese a que quisiéramos empatizar con su pena a través de gestos inocuos como dejar unos duros en el bote del Domund. Ningún muerto alienta igual dolor; incluso los hay que provocan sentimientos contrarios, y quisiéramos verlos en el interior de un ataúd.
Quizá en un universo paralelo, en el orden abstracto de los valores, o bajo el frágil mapa de las emociones, la muerte nos haga a todos iguales. Pero no sucede lo mismo en el mundo real, y menos aún cuando los muertos son utilizados como instrumentos al servicio de intereses, ideas o credos. Los muertos históricos, los muertos egregios, los muertos santificados, poseen a priori su propia hagiografía, su santuario para la posteridad, creado para mantener su memoria viva para aquellos que admiran su sacrificio o su involuntaria fatalidad. El resto son muertos comunes, llorados en la intimidad, sin solemnidad ni placas. Pero a fin de cuentas, muertos también, vidas que pisaron un día el mismo suelo que el resto, aunque su trance no estuviera atravesado por hechos relevantes, por un guión histórico.
Por esto, hoy, 11 de septiembre, me resisto a recordar solo a los muertos neoyorquinos que cayeron bajo el odio irracional del fanatismo. Y pienso irremediablemente en los muertos que no tienen titular que abrillante y dé sentido a su suerte, en los muertos anónimos que también fueron segados por la guerra, los totalitarismos o por un mercado globalizado que los condena a la inanición. Pienso en los muertos que no tienen país que los llore, quizá ni siquiera una familia que visite su tumba, porque murieron en la fría superficie de un arcén y fueron enterrados en fosas comunes que la Historia desconoce. Pienso en los muertos incómodos, en héroes anónimos que por disentir tuvieron en pago una muerte sorda y una memoria muda. Pienso en los muertos heridos por el odio, la geopolítica, los intereses farmacéuticos, el paro, los crímenes medioambientales, la tiranía, el amor mal entendido, la amnesia política, los excesos viales... Hoy caben en mi memoria miles de muertos. Mañana quizá vuelva a olvidarlos; por salud mental, supongo. Nadie puede contener tanto quebranto durante toda su vida sin caer rendido al desaliento, sin gritarlo, sin redimirlo.
Ramón Besonías Román
El 11 de septiembre de 1973, un golpe de estado terrorista derroca a Salvador Allende, que se cobró vida a miles.
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