Aguirre, cólera de Dios y azote de impíos, se ha colgado a modo de cromo de mariquitas un vestido blanco roto durante su visita al taller del diseñador Jesús del Pozo, recientemente fallecido. No es que la Esperanza (con e de España) busque ampliar su fondo de armario, no; asiste en calidad de presidenta, para -suponemos- promocionar la moda española. Podemos verla disfrutar, junto a propios y extraños, curiosos y sastres, en calidad de presentadora de la pasarela de septiembre de la 54ª edición de Cibeles Madrid Fashion Week. Y es que esto de la política tiene mucho de pasarela; solo que mientras la modelo mueve cadera y alterna pasos con estilo, el político luce labia y gesto ante las cámaras. Lo que importa no es tanto lo que se dice, como la forma en que se dice. Moda y política son ambas una ciencia estética, un ejercicio de estilismo y maquillaje. La diferencia reside en que la clientela de una Fashion Week casi siempre queda más satisfecha -en lo referente a perchas y trapos- que el ciudadano que asiste, perplejo (cuando no airado), al espectáculo político de cada día.
Aún así, sorprende el servilismo autómata que rodea a los políticos cuando asisten a actos públicos. Una legión de sonrisas protege al personaje de turno, que con afección e interés manifiestos se presta sin reparos a la foto impostada y al frote de manos reglamentario. Esta reverencia inconsciente quizá se deba a nuestra querencia irracional hacia el boato mediático, el minuto de gloria o nuestra curiosidad innata hacia el universo cuché. Podemos empatizar con la pose y la interpretación, aunque con igual firmeza echemos pestes del oficio que representa.
En cualquier caso, los políticos están condenados a convertir su persona en personaje de un guión dirigido. Se muestran como quien exhibe la colección otoño-invierno, a fin de conseguir la empatía y el afecto electoral de su feligresía. Pero la imagen mediática dista mucho de representar las intenciones que alientan la voluntad política. O hay errores de maquillaje, o bien ademanes impostados a mayor gloria de una estrategia. Como en el cine, nada es real, todo es figuración, afectación actoral, atrezo y bambalina. Sin embargo, cabe echar en cara que en política cada vez se percibe más el micro en el encuadre, la inverosimilitud del diálogo, el rictus artificial, la voluntad de seducción, lo que deviene en el aburrimiento y la indignación del ciudadano, que sintiéndose estafado, demanda que le devuelvan el precio de la entrada.
Aún así, sorprende el servilismo autómata que rodea a los políticos cuando asisten a actos públicos. Una legión de sonrisas protege al personaje de turno, que con afección e interés manifiestos se presta sin reparos a la foto impostada y al frote de manos reglamentario. Esta reverencia inconsciente quizá se deba a nuestra querencia irracional hacia el boato mediático, el minuto de gloria o nuestra curiosidad innata hacia el universo cuché. Podemos empatizar con la pose y la interpretación, aunque con igual firmeza echemos pestes del oficio que representa.
En cualquier caso, los políticos están condenados a convertir su persona en personaje de un guión dirigido. Se muestran como quien exhibe la colección otoño-invierno, a fin de conseguir la empatía y el afecto electoral de su feligresía. Pero la imagen mediática dista mucho de representar las intenciones que alientan la voluntad política. O hay errores de maquillaje, o bien ademanes impostados a mayor gloria de una estrategia. Como en el cine, nada es real, todo es figuración, afectación actoral, atrezo y bambalina. Sin embargo, cabe echar en cara que en política cada vez se percibe más el micro en el encuadre, la inverosimilitud del diálogo, el rictus artificial, la voluntad de seducción, lo que deviene en el aburrimiento y la indignación del ciudadano, que sintiéndose estafado, demanda que le devuelvan el precio de la entrada.
Ramón Besonías Román
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