No hay imagen más idónea para representar el epílogo del régimen egipcio del ex presidente Hosni Mubarak que ésta: postrado en cama, con gesto de desprecio, sometido al escrutinio público, entre rejas, despreciado por el pueblo al que prometió lealtad. La imagen perfecta para ilustrar la decadencia de un tirano. El pasado mes de febrero, la ciudadanía egipcia se levantó contra su presidente, saliendo a la calle, demandando reformas esenciales que venían a cuestionar la legitimidad de Mubarak y a abrir un proceso de democratización dentro del país. El rais, en vez de escuchar al pueblo, lanzó a los militares a la calle, reprimiendo brutalmente las manifestaciones populares. Como resultado de las mismas más de 800 ciudadanos resultaron muertos.
Caído el tirano, debe someterse -junto a dos de sus hijos y la tropa de sicarios que alentaron y ejecutaron la masacre- a juicio; los cargos: no impedir que los policías asesinaran a los manifestantes y que los atropellaran con su coches, además de sospechas de corrupción y malversación. «Niego completamente esas acusaciones», declara, sin pudor, sin quebrar su voz. Mubarak se enfrenta a la pena de muerte; su aspecto denota la rabia contenida del que aún se cree amantísimo protector de su pueblo, pero atacado por las infames acusaciones de aquellos opositores que desean sustituirle en el poder. 30 años llevaba el tirano gobernando sin competencia un país quebrado por el autismo inmisericorde del rais, pero con una firme voluntad de no ceder ante sus amenazas. Incluso cuando vio que la situación se le iba de las manos, Mubarak no cedió su cetro y siguió insistiendo en ser él quien dirigiera el gobierno de transición. Durante las últimas elecciones de 2010 (obligación impuesta por Estados Unidos), hizo todo lo posible por plegar el voto a su voluntad, en unos comicios de dudosa limpieza.
La imagen crepuscular, pero arrogante, del rais, cautivo por méritos propios, enrejado y encamado, a la espera del dictamen de sus verdugos, representa fielmente los patrones de una tragedia shakesperiana, protagonizada por un rey despótico, aferrado al poder, convencido de que sin su presencia su país sucumbirá sin remedio. Y es que, como escribió el dramaturgo: «Es bueno tener la fuerza de un gigante, pero no usarla como un gigante».
Caído el tirano, debe someterse -junto a dos de sus hijos y la tropa de sicarios que alentaron y ejecutaron la masacre- a juicio; los cargos: no impedir que los policías asesinaran a los manifestantes y que los atropellaran con su coches, además de sospechas de corrupción y malversación. «Niego completamente esas acusaciones», declara, sin pudor, sin quebrar su voz. Mubarak se enfrenta a la pena de muerte; su aspecto denota la rabia contenida del que aún se cree amantísimo protector de su pueblo, pero atacado por las infames acusaciones de aquellos opositores que desean sustituirle en el poder. 30 años llevaba el tirano gobernando sin competencia un país quebrado por el autismo inmisericorde del rais, pero con una firme voluntad de no ceder ante sus amenazas. Incluso cuando vio que la situación se le iba de las manos, Mubarak no cedió su cetro y siguió insistiendo en ser él quien dirigiera el gobierno de transición. Durante las últimas elecciones de 2010 (obligación impuesta por Estados Unidos), hizo todo lo posible por plegar el voto a su voluntad, en unos comicios de dudosa limpieza.
La imagen crepuscular, pero arrogante, del rais, cautivo por méritos propios, enrejado y encamado, a la espera del dictamen de sus verdugos, representa fielmente los patrones de una tragedia shakesperiana, protagonizada por un rey despótico, aferrado al poder, convencido de que sin su presencia su país sucumbirá sin remedio. Y es que, como escribió el dramaturgo: «Es bueno tener la fuerza de un gigante, pero no usarla como un gigante».
Ramón Besonías Román
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