Bin Laden ha muerto. El titular es contundente. La entelequia mortífera que amenazaba la existencia de millones de infieles occidentales ha sido eliminada. Pero esta aseveración que inunda de titulares y análisis los medios de información no certifica que el influjo que el fallecido poseía entre miles de yihadistas haya sido eliminado, como tampoco podemos estar seguros de que su muerte alivie la incertidumbre de un futuro más seguro en Occidente. Europa no temía al Bin Laden real; sentía terror por la idea que representaba, su potencial simbólico, su magnetismo para atraer a cientos de terroristas a la inmolación. Con la muerte de Bin Laden se da un importante paso hacia la visualización de ese mal latente que amenazaba a Occidente. Hasta ahora tenía un nombre, una cara; hoy posee un cadáver y una tumba inciertos. Los ciudadanos occidentales reclaman una foto oficial que certifique su muerte, que ofrezca rostro al suceso. Sin embargo, la Administración norteamericana hasta ahora tan solo ha podido afirmar que Bin Laden ha muerto y que su cuerpo ha sido arrojado en el mar, ya que ningún país hubiera querido darle sepultura en tierra. Aunque Estados Unidos ha justificado su actuación como un gesto de respeto a la ley musulmana, ésta exige que todo entierro tenga lugar en tierra antes de 24 horas. Impedir la existencia de un lugar de culto al líder yihadista quizá otorgue credibilidad a la forma de actuar del gobierno estadounidense, pero no es menos cierto que también se presta a todo tipo de sospechas conspiratorias. ¿Dónde está el cadáver de Bin Laden? ¿Será suficiente para la opinión pública mundial la palabra de Obama? ¿Generará este hecho una mayor sensación de seguridad en Oriente Próximo? ¿Matando al rey se hunde la baraja?
Unas hojas batidas por el viento en la noche, unas pisadas sin dueño, voces lejanas susurrando, cualquier contingencia puede estimular nuestra imaginación, dotando de una vida prodigiosa lo cotidiano. Los detalles minúsculos se transforman entonces en ocasión para el desasosiego, y nos invaden, se apoderan de nuestra voluntad, imágenes ficticias que presagian sucesos terribles. A quien le posee este estado de sugestión poco le importa que el origen de sus temores esté justificado, que los seres que habitan ese mal sueño, sean o no reales. Quien los teme, los percibe aquí y ahora, contundentes, implacables, esperando la ocasión para consumar sus peores presagios. Los miedos son más sostenibles cuando aquello que nos inquieta puede ser percibido por nuestros sentidos, cuando se encuentra en un radio de acción que podemos controlar. Cuando no es así, cuando el agente de nuestro temor permanece oculto o se resiste a ser racionalizado, cuando sabemos que algo o alguien acecha cerca, sin poner dar nombre ni dirección a nuestras sospechas, nuestro miedo se torna, bajo la lupa de las emociones, en terror, pavor a lo desconocido, horror ante aquello que creemos probable, aunque no conozcamos las razones que alimentan nuestra conjetura. Entonces nada parece poder curar nuestra inquietud, vivimos acechados por esa obsesión, cautivos de su influjo. Por mucho que deseemos curarnos, la incertidumbre absorbe sin piedad todo intento de lógica. La psicología apela al uso de la visualización como terapia que exorcice nuestra neurosis; dar rostro a nuestro miedo, dotar de cuerpo al objeto de nuestra aprensión. Sin una cara con la que confrontar el terror, la patología persistirá, la indeterminación agravará la sensación de estar presos de la sombra amenazadora que nos circunda.
Esta es la lógica despiadada del terrorismo yihadista: infundir un terror sin rostros, generar un estado constante de inseguridad, hacer sentir al occidental que siempre y en cualquier lugar puede pendular sobre él la afilada espada de Damocles. La muerte de Bin Laden no va a mitigar esta incertidumbre. Al contrario, muerto el lobo feroz, todos los gatos son pardos. Puede que Occidente necesite un chivo expiatorio, un cuerpo sobre el que desfogar la indignación por los miles de muertos en nombre de Alá; o tan solo desee desmitificar la figura de Bin Laden, esperando que muerto el pastor, las ovejas se desperdiguen. Sin embargo, el que escribe intuye que el terror que caracteriza a este joven siglo consiste en crear un estado constante de inseguridad que beneficia tanto a aquellos que intentan imponerlo como a los que prometen eliminarlo. El miedo es un arma de futuro.
Unas hojas batidas por el viento en la noche, unas pisadas sin dueño, voces lejanas susurrando, cualquier contingencia puede estimular nuestra imaginación, dotando de una vida prodigiosa lo cotidiano. Los detalles minúsculos se transforman entonces en ocasión para el desasosiego, y nos invaden, se apoderan de nuestra voluntad, imágenes ficticias que presagian sucesos terribles. A quien le posee este estado de sugestión poco le importa que el origen de sus temores esté justificado, que los seres que habitan ese mal sueño, sean o no reales. Quien los teme, los percibe aquí y ahora, contundentes, implacables, esperando la ocasión para consumar sus peores presagios. Los miedos son más sostenibles cuando aquello que nos inquieta puede ser percibido por nuestros sentidos, cuando se encuentra en un radio de acción que podemos controlar. Cuando no es así, cuando el agente de nuestro temor permanece oculto o se resiste a ser racionalizado, cuando sabemos que algo o alguien acecha cerca, sin poner dar nombre ni dirección a nuestras sospechas, nuestro miedo se torna, bajo la lupa de las emociones, en terror, pavor a lo desconocido, horror ante aquello que creemos probable, aunque no conozcamos las razones que alimentan nuestra conjetura. Entonces nada parece poder curar nuestra inquietud, vivimos acechados por esa obsesión, cautivos de su influjo. Por mucho que deseemos curarnos, la incertidumbre absorbe sin piedad todo intento de lógica. La psicología apela al uso de la visualización como terapia que exorcice nuestra neurosis; dar rostro a nuestro miedo, dotar de cuerpo al objeto de nuestra aprensión. Sin una cara con la que confrontar el terror, la patología persistirá, la indeterminación agravará la sensación de estar presos de la sombra amenazadora que nos circunda.
Esta es la lógica despiadada del terrorismo yihadista: infundir un terror sin rostros, generar un estado constante de inseguridad, hacer sentir al occidental que siempre y en cualquier lugar puede pendular sobre él la afilada espada de Damocles. La muerte de Bin Laden no va a mitigar esta incertidumbre. Al contrario, muerto el lobo feroz, todos los gatos son pardos. Puede que Occidente necesite un chivo expiatorio, un cuerpo sobre el que desfogar la indignación por los miles de muertos en nombre de Alá; o tan solo desee desmitificar la figura de Bin Laden, esperando que muerto el pastor, las ovejas se desperdiguen. Sin embargo, el que escribe intuye que el terror que caracteriza a este joven siglo consiste en crear un estado constante de inseguridad que beneficia tanto a aquellos que intentan imponerlo como a los que prometen eliminarlo. El miedo es un arma de futuro.
Ramón Besonías Román
Hoy McLuhan diría: El miedo es el mensaje.
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