El dulce y alegre ancianete que protagoniza la foto no es otro que Jon Aguirre, el asesino de tres personas, entre los años 1979 y 1980, una de ellas un niño de 13 años, que murió al explotarle una bomba lapa desprendida, que iba destinada a un Guardia Civil. Tras 30 años de confinamiento penitenciario, la doctrina Parot lo suelta con 69 años. Sus amigotes y familiares le han montado un homenaje con bailecito folclórico -txistu y tamboril incluidos- y ramo de flores, no sea que el muchachote, después de tanto estar encerrado, se nos vaya a deprimir. Aunque no lo creo. Jon ha salido del trullo más ancho que largo, barba cuidada, camiseta revolucionaria y pirsin adolescente. Pero que no se diga que uno es desagradecido; si encima te obsequian con abrazos y un anímate, Aguirre, que aquí no ha pasado nada, pues mejor que mejor. No hay nada como sentirse en casa; en Euskal Herria, joder, dónde iba a ser. Y porque uno no está ya para tirar balines, pero si pudiera... ¡Ay va la hostia! Que a mala leche no le gana a uno ni su padre. ¡Nos han jodido!
Posdata:
El que escribe se crió en Euskadi allá por los 70, hasta el año 82. Cuando Jon Aguirre perpetró el atentado fallido en Azkoitia, el 18 de marzo de 1980, dejó algo más que un niño inocente muerto. Tenía yo más o menos la misma edad que el pequeño Juan Manuel Piris Carballo (así se llamaba) y hasta pasados unos cuantos años se instaló en Euskadi un miedo latente a todo objeto no identificado que uno se encontrase por el suelo. Nuestras madres temían que a los malnacidos de ETA se les ocurriese quizá algún otro día poner una bomba lapa del revés y mandar a otro chaval al otro barrio. Recuerdo durante algún tiempo haber seguido las recomendaciones de mi madre y mirar despacio y con cuidado el suelo, sin comprender muy bien qué estaba haciendo. Gracias a esta obsesiva costumbre, un día me encontré un paquete de cómics abandonados. Cuando llegué a casa con ellos, a mi madre se le encendieron mil demonios. Por entonces, yo no sabía muy bien a qué venía que mi madre maldijera mi buena suerte. Hoy, ya leído y curtido de pura edad, entiendo a mi madre. ¡No sabes cuánto, mamá!
Por esta razón, cuando observo el rostro feliz de Jon Aguirre o la carita de niños buenos de los cachorros de Bildu, no se me ocurre nada bueno. Ustedes perdonen. Un arrebato lo tiene cualquiera.
Posdata:
El que escribe se crió en Euskadi allá por los 70, hasta el año 82. Cuando Jon Aguirre perpetró el atentado fallido en Azkoitia, el 18 de marzo de 1980, dejó algo más que un niño inocente muerto. Tenía yo más o menos la misma edad que el pequeño Juan Manuel Piris Carballo (así se llamaba) y hasta pasados unos cuantos años se instaló en Euskadi un miedo latente a todo objeto no identificado que uno se encontrase por el suelo. Nuestras madres temían que a los malnacidos de ETA se les ocurriese quizá algún otro día poner una bomba lapa del revés y mandar a otro chaval al otro barrio. Recuerdo durante algún tiempo haber seguido las recomendaciones de mi madre y mirar despacio y con cuidado el suelo, sin comprender muy bien qué estaba haciendo. Gracias a esta obsesiva costumbre, un día me encontré un paquete de cómics abandonados. Cuando llegué a casa con ellos, a mi madre se le encendieron mil demonios. Por entonces, yo no sabía muy bien a qué venía que mi madre maldijera mi buena suerte. Hoy, ya leído y curtido de pura edad, entiendo a mi madre. ¡No sabes cuánto, mamá!
Por esta razón, cuando observo el rostro feliz de Jon Aguirre o la carita de niños buenos de los cachorros de Bildu, no se me ocurre nada bueno. Ustedes perdonen. Un arrebato lo tiene cualquiera.
Ramón Besonías Román
¡Bendito arrebato, Ramón! En esto te comprendo más que nunca y te doy toda la razón.
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