Agustín de Hipona se equivocaba. Los seres humanos necesitamos creer que el mal posee una entidad crediticia, una sustancia mensurable, una figura reconocible y unos efectos secundarios diagnosticables. De lo contrario, cederíamos al pavor, sucumbiríamos a la desolación. Dar nombre e imagen al mal es una forma de exorcismo. Saber a qué atenerse, verle las orejas al lobo antes de que llegue.
El mal no puede ser una entelequia, un vocablo metafísico. Debe respirar, tener emociones, latir, vestir tejanos y reir. De lo contrario, ¿cómo estar preparados cuando aparezca en nuestro rellano? La iconografía cristiana comprendió esta necesidad popular y desde el principio puso apellido e indumentaria a su antagonista, el diablo: cuernos, tridente, tez granate, apéndice animal.
Hoy, siglo XXI, tan cambalache y febril como su antecesor, esta necesidad pervive, aún más quizá, dado que la escenografía del mal se ha vuelto más sofisticada, menos previsible. Por esta razón, necesitamos reactualizar nuestra iconografía demoníaca, rediseñar nuestro catálogo de enemigos públicos. Así, por poner un ejemplo, en el contexto del terrorismo internacional, Bin Laden vendría a ser el icono universal de la perversidad, el pantocrátor del mal. Pero para exorcizar su influjo debemos humanizarlo, dotarlo de biografía, de un pasado. Después de todo, los ángeles caídos que nos inquietan habitan cuerpos humanos, carnes sintientes que en un tiempo atrás fueron como nosotros, o casi. Bin Laden, acicate de las modernidad, vestía allá por los setenta el look londinense de la época, jipioso y desenfadado, tenía amigos y era forofo (gunner) del Arsenal. Un adolescente de familia numerosa acomodada, acostumbrado a hacer de su capa un sayo. Detrás de la máscara mediática, hurgamos en la persona. Ningún villano es creíble si no posee fracturas emocionales que lo asemejan a nosotros. Incluso la ingeniería del mal requiere del factor humano, de la falibilidad, como condición de veracidad. Nos resistimos a que el mal posea una entidad difusa, sobrenatural, incurable. Si fuera así, no sabríamos cómo encararlo, cómo protegernos contra su viralidad.
El mal no puede ser una entelequia, un vocablo metafísico. Debe respirar, tener emociones, latir, vestir tejanos y reir. De lo contrario, ¿cómo estar preparados cuando aparezca en nuestro rellano? La iconografía cristiana comprendió esta necesidad popular y desde el principio puso apellido e indumentaria a su antagonista, el diablo: cuernos, tridente, tez granate, apéndice animal.
Hoy, siglo XXI, tan cambalache y febril como su antecesor, esta necesidad pervive, aún más quizá, dado que la escenografía del mal se ha vuelto más sofisticada, menos previsible. Por esta razón, necesitamos reactualizar nuestra iconografía demoníaca, rediseñar nuestro catálogo de enemigos públicos. Así, por poner un ejemplo, en el contexto del terrorismo internacional, Bin Laden vendría a ser el icono universal de la perversidad, el pantocrátor del mal. Pero para exorcizar su influjo debemos humanizarlo, dotarlo de biografía, de un pasado. Después de todo, los ángeles caídos que nos inquietan habitan cuerpos humanos, carnes sintientes que en un tiempo atrás fueron como nosotros, o casi. Bin Laden, acicate de las modernidad, vestía allá por los setenta el look londinense de la época, jipioso y desenfadado, tenía amigos y era forofo (gunner) del Arsenal. Un adolescente de familia numerosa acomodada, acostumbrado a hacer de su capa un sayo. Detrás de la máscara mediática, hurgamos en la persona. Ningún villano es creíble si no posee fracturas emocionales que lo asemejan a nosotros. Incluso la ingeniería del mal requiere del factor humano, de la falibilidad, como condición de veracidad. Nos resistimos a que el mal posea una entidad difusa, sobrenatural, incurable. Si fuera así, no sabríamos cómo encararlo, cómo protegernos contra su viralidad.
Ramón Besonías Román
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