Publicado en el diario Hoy, 17 de marzo de 2011
El 1 de noviembre, día de Todos los Santos, de 1755 Lisboa amaneció tranquila. Era un sábado como otro cualquiera, salvo por el detalle de que aquel día tendría lugar uno de los terremotos más desoladores de la historia, o por lo menos uno de los que más ríos de tinta generaría tras de sí. Voltaire, el librepensador francés, interrogó a través de un poema a su colega Leibniz acerca de si Dios deseaba realmente que un mal de esa magnitud tuviera lugar. El poema ("Poème sur le désastre de Lisbonne") se subtitularía -en alusión al adagio de Pope- "Todo está bien". Hasta aquel aciago día, todo el mundo estaba convencido -abducido por un fervor racionalista y piadoso- de que cualquier acontecimiento, ya sea una bendición o una desgracia, sucedía para bien por prescripción divina y por lo tanto algún provecho debía suponer para nosotros, aunque -¡pobres mortales!- no podamos llegar nunca a conocer los designios inescrutables de Dios. Voltaire, en su poema, cuestiona esta creencia determinista, obligándonos a mirar el infortunio con honestidad, sin excusas ni chivos expiatorios que lo justifiquen. Si no es Dios quien provoca los terremotos, somos nosotros, los seres humanos, despojados de soportes sobrenaturales, quienes debemos asumir con responsabilidad y sabiduria nuestro propio devenir, aún cuando éste se manifieste al azar y sin consuelo.
Los seres humanos buscamos el placer y detestamos el dolor, afirmaba Aristóteles. Y no le falta razón. Estamos preparados para acoger sin ninguna resistencia los bienes que el destino nos depare o que hayamos obtenido por mérito propio, pero sin embargo interpretamos el infortunio como una aberración sobrenatural, un error inesperado en nuestro proyecto vital o un designio en castigo por nuestra naturaleza pecadora. Todo menos asumir que el dolor forma parte esencial, como lo es también el placer, de nuestro programa genético, de nuestro entrenamiento como seres adultos. Ahora bien, no hay que confundir asumir con propiciar. Buscar adrede el dolor sin ninguna contraprestación placentera parece a priori absurdo, aunque no improbable; hay gente pa tó.
Como si el futuro no fuera inmediato, como si no pudiera alcanzarnos el tiempo. Nos gusta pensar que somos una especie de superhéroes, inmunes a la criptonita, anestesiados contra la desgracia, cuya fragilidad solo pueda ser un horizonte lejano y futurible. El circo de la cultura y el trajín de los quehaceres nos protege de pensar en nuestra finitud como un presente cercano. El ocio institucionalizado nos anestesia contra la vejez, el dolor y la muerte. Pero entonces sucede lo inesperado. Alguien a nuestro alrededor es herido por el infortunio o bien somos nosotros mismos quienes experimentamos las grietas del azar en propias carnes. Al instante somos arrancados de la ficción de nuestras vidas y conducidos sin permiso ni pausa hacia la radical experiencia de sentirnos frágiles, atravesados por nuestra propia naturaleza mortal. Entonces nuestra percepción del tiempo y del espacio se encojen. Nuestra voluntad y nuestro entendimiento se debilitan; no podemos pensar con claridad y cualquier tarea cotidiana se torna en afán inútil, sin rumbo ni sentido. Sin embargo, por primera vez respiramos el aire con la consciencia de ser un regalo fungible. Los pequeños detalles de nuestra existencia adquieren la categoría de tesoros prodigiosos y las expectativas que alimentaban en el pasado nuestros deseos aparecen ahora ante nosotros como fatua vanidad. Sin saber cómo empezamos a discriminar la paja del grano y exigimos de la vida, ante todo, sus bienes más preciados y duraderos. El dolor y la muerte operan de autoterapia, restituyen del olvido ecos de la infancia que la adultez se ocupó de enterrar a través de las exigencias sociales y los miedos a perder el crédito y la estima de nuestros semejantes. La experiencia de nuestra finitud, a nuestro pesar, nos salva de vivir inconscientes, ajenos al latir de los días a nuestro paso, esclavos de nuestro afán.
Ramón Besonías Román
Nos gusta mirar hacia adentro, no fijarnos en el exterior, no percatarnos de que el mundo de afuera es hostil. Por naturaleza, valga la redundancia fácil. En el desastre, en la pérdida de los valores y de la dignidad, del humano deseo de ser felices, está la medida exacta del hombre.
ResponderEliminarAhora, en Japón, se ven en la televisión a los ciudadanos hacer cola, respetuosamente, para coger víveres, para recabar información. Son de otro mundo.
Pero el mal (físico) es de éste. Y les ha tocado.
Que acabe en eso.