Elizabeth Taylor


Cada cual tiene la suya, una iconografía sentimental hecha a su medida, mezcla de recuerdos involuntarios y lugares comunes en los que reconocemos haber transitado en el pasado, dejando allí esfuerzos, sueños, deseos y algún que otro siniestro emocional mal hilvanado. La mayor parte de esos recuerdos se proyectan sobre el presente a través de un cristal deformado. Cualquier tiempo pasado fue mejor para aquel que reprocha al presente no ofrecerle lo que cree merecer. Mientras vivimos, tendemos a ver la botella medio vacía. Cuando pasa la borrasca, recordamos aquel temporal como una ficción emocionante y extraemos de él solo aquello que nos complace. Recuerdo mi infancia como un edén particular, pese a que sé a ciencia cierta que fue en ocasiones un insólito paraje que debí recorrer a tiendas, con incertidumbre y desconsuelo. Aún así, me agrada extraer del pasado imágenes complacientes, instantes felices, dejando que sea solo el presente quien ponga a prueba mi resistencia al desasosiego.

No todos los objetos, lugares o sucesos del pasado son patrimonio de nuestra intimidad. Algunos -muchos más de los que confesaríamos- pueblan un tiempo y un espacio compartidos, pese a que el relato a través del que resucitan varíe según su protagonista. Son recuerdos de la intrahistoria generacional, aires de familia, iconos explícitos de nuestra convivencia. Quizá en un principio fueran artilugios cotidianos, olvidados tras su uso, o placeres degustados en soledad, pero el tiempo -certero quiromante- se encarga de dotarlos de una relevancia inesperada. Recuerdo las cintas de casete, los peta zetas, la tele en blanco y negro, los pantalones de pana, el Naranjito, l
os andares de John Wayne, las gafas de pasta, las máquinas de escribir, E.T., el extraterrestre, volando con Elliott bajo la luna; las primeras cartas que eché en un buzón, los bolígrafos Bic, la carta de ajuste, la banda sonora de En busca del arca perdida, las libretas en cuadrícula, las cintas de uveacheese, la paella de los domingos, la gaseosa, las películas de Bruce Lee, los cromos de Mazinger Z, las cabinas de teléfono. No solo lo recuerdo; tengo la certeza de compartir con toda una generación un extenso catálogo de fotogramas caseros, espacios en los que habitamos, pese a no conocernos o apenas compartir aficiones similares.

Cada vez que muere (en carne y hueso) un icono popular, me asalta esta sana -eso creo- melancolía. El último ha sido Elizabeth Taylor, la gata sobre un tejado de zinc caliente, la chica de ojos violeta, la faraona, la temible Virginia Woolf, la mujer de los ocho maridos, Liz a secas. Pertenezco a esa generación que llegó tarde como para ver a la Taylor como una hembra prodigiosa. Para mí era como una madre, la madre cañón de tu mejor amigo; y con el paso del tiempo, ya era demasiado tarde. Quedé deslumbrado por su Virginia descarada, autodestructiva, en busca de amor. Su áspero papel de Martha en ¿Quién le teme a Virginia Wolf? eclipsaba la sensual fastuosidad de su Cleopatra. Mi
Elizabeth Taylor es la esposa bañada en ginebra, de risa desquiciada, errante entre las cuatro paredes de un salón, escupiendo su enquistada frustración. Al llegar a mis oídos su inesperada muerte, vinieron a mi memoria estos fotogramas, no otros; aunque recuerde bien a la Elizabeth de Warhol, de Michael Jackson, de Mujercitas, de Gigante, de Rock Hudson, prefiero por alguna razón que desconozco su rostro desencajado, deshojando vasos de alcohol, al rostro dulce y deslumbrante que la convirtió en mito fílmico. Al fin y al cabo, uno no elige sus recuerdos.

Ramón Besonías Román

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