Disculpen mi falta de sensibilidad, pero cada vez que Estados Unidos decide invadir un país -crear un área de exclusión aérea y protección humanitaria, que dicen ellos-, aquello que más llama poderosamente mi atención es el atrezo propagandístico que rodea a este tipo de incursiones marciales en pos de la libertad ajena; pero entre todo este decorado político aquello que posee a mi gusto una dimensión teatral manifiesta es el epigrama que acompaña a modo de título identificador la operación militar de turno. No puedo dejar de imaginarme el instante crucial en el que un funcionario anónimo o quizá un militar multicondecorado con prisas por lanzar lo antes posible la batería de torpedos, instado por un rango superior, se ve obligado a poner nombre y seña a la incipiente campaña militar. Imagino su incertidumbre, sus dudas acerca de si quedaría mejor decantarse por un solitario sustantivo -Operación Libia u Operación Gadafi- u optar por una sintaxis más abierta. Quizá Primavera de la libertad; no, demasiado naif. Mejor, Ocaso de los tiranos, Azote de Dios, o Temblad, malditos, temblad. Sí, esto último acojona más. Triste que en realidad sea un ordenador quien elija al azar el potencial teatral de una guerra.
Una guerra debe tener un nombre, ser diferenciada de otras ya pasadas, poseer un rasgo discriminatorio. Al fin y al cabo las guerras son como las personas, poseen identidad, naturaleza propia y devenir; como un tifón, un huracán o un ciclón, deben ser registradas en el ancho libro de la Historia, a fin de que los futuros escolares reconozcan, sin necesidad de pensar apenas, la diferencia entre los buenos y los malos, entre los defensores de la libertad y el bienestar general y aquellos líderes totalitarios que se aprovechan del pueblo a mayor gloria de su ego y hacienda. Toda película debe tener un título con el que pasar a la posteridad. El de la incursión aliada en tierras libias se denomina Odyssey Dawn (tradúzcanlo como deseen). Casi todas las operaciones militares estadounidenses se nominan con epítetos de similar naturaleza poética, tales como Libertad duradera (Afganistán) o Tormenta del desierto (Kuwait). Podrían haber optado por denominaciones más prosaicas o técnicas, pero no. Ya sea bajo la administración Reagan, Bush, Bush Jr. u Obama, el guionista virtual que adereza de patriotismo y efectos especiales el gran teatro de la guerra decide por ciencia infusa otorgar al evento epígrafes cuya pomposidad nos recuerdan tanto a una película hollywoodiense de usar y tirar como a un folletín melodramático.
La política es una actividad que se alimenta de ficción, pese a que a priori debiera estar anclada en la cruda realidad. Su puesta en escena debe contar con la apariencia como aliado, si desea obtener pleitesía de su aforo. No basta con ser eficaces y honrados, hay que parecerlo. El espectador no debe notar el artificio. El político nunca debe ceñirse al guión que la realidad le marca, ya que en el teatro de la política con facilidad la realidad acaba confundiéndose con una ficción manipulada y, por el contrario, la ficción orquestada deviene en una benéfica realidad amplificada. Quizá por ello, el ciudadano acaba en la mayoría de los casos optando por admitir su papel pasivo de mero observador, dejándose llevar por el serial interminable de ficciones que la vida política le ofrece a diario, o bien, saturado y escéptico ante la teatralidad histriónica de sus relatos, decida retirarse lejos de este mundanal ruido, obviando como vano su letanía de sermones. En cualquier caso, tarde o temprano todos acabamos siendo abducidos por una u otra ficción, creyendo por unos instantes haber sido testigos de una realidad sin tramoya.
Por esta razón y pensándolo bien, casi es mejor que, ya que sabemos que vamos a asistir cada día a través de los medios de comunicación a una intrincada ficción seriada, nuestra voluntad crítica se decante por discriminar la calidad de su factura técnica y narrativa y no tanto su apego a una verdad infusa. Que gane el mejor guión, los mejores efectos especiales, la banda sonora más emotiva. Pongamos nota al mejor actor principal, al mejor secundario, al mejor director de campaña. Asumamos a priori que todo es mentira, aunque durante la proyección a todos nos guste ser aturdidos por la magia de su verosimilitud. De esta manera por lo menos, por un instante, tendremos la certeza de que estamos votando sin peligro de ser tomados por estúpidos.
Una guerra debe tener un nombre, ser diferenciada de otras ya pasadas, poseer un rasgo discriminatorio. Al fin y al cabo las guerras son como las personas, poseen identidad, naturaleza propia y devenir; como un tifón, un huracán o un ciclón, deben ser registradas en el ancho libro de la Historia, a fin de que los futuros escolares reconozcan, sin necesidad de pensar apenas, la diferencia entre los buenos y los malos, entre los defensores de la libertad y el bienestar general y aquellos líderes totalitarios que se aprovechan del pueblo a mayor gloria de su ego y hacienda. Toda película debe tener un título con el que pasar a la posteridad. El de la incursión aliada en tierras libias se denomina Odyssey Dawn (tradúzcanlo como deseen). Casi todas las operaciones militares estadounidenses se nominan con epítetos de similar naturaleza poética, tales como Libertad duradera (Afganistán) o Tormenta del desierto (Kuwait). Podrían haber optado por denominaciones más prosaicas o técnicas, pero no. Ya sea bajo la administración Reagan, Bush, Bush Jr. u Obama, el guionista virtual que adereza de patriotismo y efectos especiales el gran teatro de la guerra decide por ciencia infusa otorgar al evento epígrafes cuya pomposidad nos recuerdan tanto a una película hollywoodiense de usar y tirar como a un folletín melodramático.
La política es una actividad que se alimenta de ficción, pese a que a priori debiera estar anclada en la cruda realidad. Su puesta en escena debe contar con la apariencia como aliado, si desea obtener pleitesía de su aforo. No basta con ser eficaces y honrados, hay que parecerlo. El espectador no debe notar el artificio. El político nunca debe ceñirse al guión que la realidad le marca, ya que en el teatro de la política con facilidad la realidad acaba confundiéndose con una ficción manipulada y, por el contrario, la ficción orquestada deviene en una benéfica realidad amplificada. Quizá por ello, el ciudadano acaba en la mayoría de los casos optando por admitir su papel pasivo de mero observador, dejándose llevar por el serial interminable de ficciones que la vida política le ofrece a diario, o bien, saturado y escéptico ante la teatralidad histriónica de sus relatos, decida retirarse lejos de este mundanal ruido, obviando como vano su letanía de sermones. En cualquier caso, tarde o temprano todos acabamos siendo abducidos por una u otra ficción, creyendo por unos instantes haber sido testigos de una realidad sin tramoya.
Por esta razón y pensándolo bien, casi es mejor que, ya que sabemos que vamos a asistir cada día a través de los medios de comunicación a una intrincada ficción seriada, nuestra voluntad crítica se decante por discriminar la calidad de su factura técnica y narrativa y no tanto su apego a una verdad infusa. Que gane el mejor guión, los mejores efectos especiales, la banda sonora más emotiva. Pongamos nota al mejor actor principal, al mejor secundario, al mejor director de campaña. Asumamos a priori que todo es mentira, aunque durante la proyección a todos nos guste ser aturdidos por la magia de su verosimilitud. De esta manera por lo menos, por un instante, tendremos la certeza de que estamos votando sin peligro de ser tomados por estúpidos.
Ramón Besonías Román
Certero, limpio, exacto. Parece una reseña cinematográfica. La guerra lo es. Aturde esa literatura bélica. De lo bélico. Deja perplejidades (!) en quien cree estar asistiendo a algo real. Y lo es en parte. Buen Domingo.
ResponderEliminarEs que siempre tuvieron mucha facilidad para las frases rimbombantes.
ResponderEliminar¿Te acordás de "América para los americanos"?
Esa la decían cuando no querían dejar que los europeos se metieran en revoluciones ajenas.
Parece que se olvidaron de la idea de no meterse en luchas que no son propias, pero no abandonan su facilidad para el lirismo.