Resistente, dúctil, polimórfica, azarosa, creativa, latente, emergente, resiliente; esto y mucho más que esto es la memoria. Podríamos vivir sin un miembro, sin un órgano, sin un sentido, pero ¿cómo vivir sin memoria? La memoria dota de narrativa a nuestra existencia, en ella se almacena nuestra biografía y, misteriosamente, también nuestro futuro, siempre abierto en función de la forma en la que gestionemos nuestra percepción del pasado. El ser humano es el único animal con historia, la suya propia, la ajena o la compartida. A través de la memoria recalibramos nuestra autoestima y el horizonte de nuestros deseos. Como los replicantes de Blade Runner, necesitamos saber, conocernos, asegurarnos de que nuestros recuerdos realmente dotan de sentido y proyección nuestra identidad.
La memoria nace al mismo tiempo que la identidad. La discriminación de nuestra individualidad en contraposición con la realidad ajena es la base misma de nuestra percepción del tiempo íntimo. El carácter evolutivo de la conciencia de nuestra propia historia se manifiesta tanto a nivel individual como colectivo. Para contar una historia lo primero que debe darse es una acumulación de relatos y sin la experiencia esto es imposible. No basta con que un niño adquiera consciencia de su singularidad física para formar plenamente su identidad; además de esto debe darse un movimiento dialéctico en su proceso evolutivo. Debe enfrentarse a la difícil tarea de desligarse de las normas sociales, de identificarse a través de la diferencia, para encontrar su lugar en el mundo. Por eso la identidad personal suele curtirse bajo el juego fatuo de la adolescencia. Respecto al plano social, afirma Hegel que la Historia de la Humanidad adquiere autoconciencia de sí misma solo cuando todos y cada uno de los individuos se identifican como seres libres a través de un movimiento ilustrado que acabe materializándose en todos los ámbitos de la vida sociopolítica y cultural. En el fondo, toda historia, la autobiográfica y la colectiva, es resultado de un proceso de reconocimiento y autoafirmación de la conciencia, originado por la necesidad humana de ser amados y valorados. Un nombre propio no existe hasta que es nombrado por otros. Por la misma razón, la identidad personal se mide tomando como referente la identidad ajena. Sin los otros no somos nadie. No basta con reconocer nuestra independencia identitaria respecto a los demás. El adolescente debe hacerse adulto, integrarse a través del reconocimiento del otro como un ser igualmente libre y racional, dejándose interrogar por él, ofreciéndose a él. El pleno desarrollo de nuestra identidad se manifiesta con mayor facilidad en entornos que propician la participación y la cooperación que en sociedades tendentes al aislamiento y el individualismo.
En las sociedades desarrolladas este proceso identitario se debilita, cuando no se quiebra, a causa de la atomización de las formas de vida. Cada individuo intenta hacerse valer y ser amado en su pequeña parcela de realidad, sintiendo el resto del universo como un inefable caos que le ignora. La participación en la vida pública se establece a través de relaciones abstractas de intercambio de servicios. La soledad, la depresión o la anomia son efectos perversos de esta estructura social. Quizá por esta razón han tenido tanto éxito las redes sociales. A través de ellas, logramos hacer visible nuestra identidad más allá de las limitaciones que nos impone la vida cotidiana y profesional, conquistando una parcela de reconocimiento más amplia y satisfactoria. Nuestra identidad viaja a través de la red, multiplicando su proyección y permitiendo tener acceso a infinitud de vidas ajenas, identidades digitalizadas, nicks, avatares, logotipos. Sin embargo, la identidad digital se presta con mayor facilidad al travestismo, al disfraz, a la manipulación, a la autocreación selectiva en función de expectativas, estrategias difíciles de articular en una relación cara a cara.
Por supuesto que en una interacción directa también interpretamos roles, actuamos en relación al papel que representamos, ocultando en lo posible aspectos inconvenientes de nuestra personalidad. Sin embargo, bajo un entorno digital la capacidad de ocultación se multiplica y es posible generar múltiples avatares, tuneados según el contexto en el que se inserten. Este potencial de trasmutación de identidades propicia en algunos casos un entorno ficticio de vida social que aparenta suplir las deficiencias de sufrimos en las relaciones presenciales. Por otro lado, no son pocos los usuarios que encuentran en la red una oportunidad para ampliar su horizonte de intereses y relaciones. En estos casos, la identidad queda reforzada a partir del intercambio activo de aptitudes y aficiones. La red social opera aquí de herramienta y no de estupefaciente; no genera un bucle que ahoga aún más la posibilidad de enriquecer nuestras relaciones con los otros, sino que propicia la aparición de nuevos espacios de socialización.
No son pocos quienes critican a las redes sociales y, por extensión a las nuevas tecnologías, su capacidad de producir aislamiento y múltiples adicciones, así como de favorecer la confusión entre la realidad y una creación de universos ficticios en los que las relaciones se convierten en una mera simulación solipsista. Los más alarmistas demonizan la tecnificación digital calificándola de alienante, aturdidora de la conciencia social y germen de numerosos males; otros incluso defienden una vuelta a la vida austera, analógica, agreste, sin artilugios a los que esclavizarse. Algunos zanjan el asunto adhiriéndose al funcionalismo según el cual la red es una herramienta cuya bondad depende del uso que le demos. Sin embargo, hay que reconocer que un sistema tecnológico no es igual que una silla o un tenedor. Las nuevas tecnologías, una vez activadas, poseen vida propia, generando dependencias e intereses múltiples. Las tecnologías de la comunicación y el conocimiento son vehículos, canales a través de los que nos relacionamos y ampliamos nuestro horizonte vital. No debe confundirse con la vida real; es desde el contacto físico, el contagio de abrazos, la mirada mutua, donde se alimenta la construcción de la identidad personal. La identidad digital es una entelequia fingida que siempre acaba remitiéndonos a los íntimos deseos y afanes que habitan en nuestro interior y que compartimos con los demás, anhelando amor y reconocimiento.
La memoria nace al mismo tiempo que la identidad. La discriminación de nuestra individualidad en contraposición con la realidad ajena es la base misma de nuestra percepción del tiempo íntimo. El carácter evolutivo de la conciencia de nuestra propia historia se manifiesta tanto a nivel individual como colectivo. Para contar una historia lo primero que debe darse es una acumulación de relatos y sin la experiencia esto es imposible. No basta con que un niño adquiera consciencia de su singularidad física para formar plenamente su identidad; además de esto debe darse un movimiento dialéctico en su proceso evolutivo. Debe enfrentarse a la difícil tarea de desligarse de las normas sociales, de identificarse a través de la diferencia, para encontrar su lugar en el mundo. Por eso la identidad personal suele curtirse bajo el juego fatuo de la adolescencia. Respecto al plano social, afirma Hegel que la Historia de la Humanidad adquiere autoconciencia de sí misma solo cuando todos y cada uno de los individuos se identifican como seres libres a través de un movimiento ilustrado que acabe materializándose en todos los ámbitos de la vida sociopolítica y cultural. En el fondo, toda historia, la autobiográfica y la colectiva, es resultado de un proceso de reconocimiento y autoafirmación de la conciencia, originado por la necesidad humana de ser amados y valorados. Un nombre propio no existe hasta que es nombrado por otros. Por la misma razón, la identidad personal se mide tomando como referente la identidad ajena. Sin los otros no somos nadie. No basta con reconocer nuestra independencia identitaria respecto a los demás. El adolescente debe hacerse adulto, integrarse a través del reconocimiento del otro como un ser igualmente libre y racional, dejándose interrogar por él, ofreciéndose a él. El pleno desarrollo de nuestra identidad se manifiesta con mayor facilidad en entornos que propician la participación y la cooperación que en sociedades tendentes al aislamiento y el individualismo.
En las sociedades desarrolladas este proceso identitario se debilita, cuando no se quiebra, a causa de la atomización de las formas de vida. Cada individuo intenta hacerse valer y ser amado en su pequeña parcela de realidad, sintiendo el resto del universo como un inefable caos que le ignora. La participación en la vida pública se establece a través de relaciones abstractas de intercambio de servicios. La soledad, la depresión o la anomia son efectos perversos de esta estructura social. Quizá por esta razón han tenido tanto éxito las redes sociales. A través de ellas, logramos hacer visible nuestra identidad más allá de las limitaciones que nos impone la vida cotidiana y profesional, conquistando una parcela de reconocimiento más amplia y satisfactoria. Nuestra identidad viaja a través de la red, multiplicando su proyección y permitiendo tener acceso a infinitud de vidas ajenas, identidades digitalizadas, nicks, avatares, logotipos. Sin embargo, la identidad digital se presta con mayor facilidad al travestismo, al disfraz, a la manipulación, a la autocreación selectiva en función de expectativas, estrategias difíciles de articular en una relación cara a cara.
Por supuesto que en una interacción directa también interpretamos roles, actuamos en relación al papel que representamos, ocultando en lo posible aspectos inconvenientes de nuestra personalidad. Sin embargo, bajo un entorno digital la capacidad de ocultación se multiplica y es posible generar múltiples avatares, tuneados según el contexto en el que se inserten. Este potencial de trasmutación de identidades propicia en algunos casos un entorno ficticio de vida social que aparenta suplir las deficiencias de sufrimos en las relaciones presenciales. Por otro lado, no son pocos los usuarios que encuentran en la red una oportunidad para ampliar su horizonte de intereses y relaciones. En estos casos, la identidad queda reforzada a partir del intercambio activo de aptitudes y aficiones. La red social opera aquí de herramienta y no de estupefaciente; no genera un bucle que ahoga aún más la posibilidad de enriquecer nuestras relaciones con los otros, sino que propicia la aparición de nuevos espacios de socialización.
No son pocos quienes critican a las redes sociales y, por extensión a las nuevas tecnologías, su capacidad de producir aislamiento y múltiples adicciones, así como de favorecer la confusión entre la realidad y una creación de universos ficticios en los que las relaciones se convierten en una mera simulación solipsista. Los más alarmistas demonizan la tecnificación digital calificándola de alienante, aturdidora de la conciencia social y germen de numerosos males; otros incluso defienden una vuelta a la vida austera, analógica, agreste, sin artilugios a los que esclavizarse. Algunos zanjan el asunto adhiriéndose al funcionalismo según el cual la red es una herramienta cuya bondad depende del uso que le demos. Sin embargo, hay que reconocer que un sistema tecnológico no es igual que una silla o un tenedor. Las nuevas tecnologías, una vez activadas, poseen vida propia, generando dependencias e intereses múltiples. Las tecnologías de la comunicación y el conocimiento son vehículos, canales a través de los que nos relacionamos y ampliamos nuestro horizonte vital. No debe confundirse con la vida real; es desde el contacto físico, el contagio de abrazos, la mirada mutua, donde se alimenta la construcción de la identidad personal. La identidad digital es una entelequia fingida que siempre acaba remitiéndonos a los íntimos deseos y afanes que habitan en nuestro interior y que compartimos con los demás, anhelando amor y reconocimiento.
Ramón Besonías Román
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