Publicado en el diario Hoy, 24 de enero de 2011
La iconografía del mal no adquiere una plenitud artística y narrativa hasta que llega el cristianismo. Juan, el apóstol, describe al diablo como «un dragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos» (Ap.12, 3). Más tarde, el romance medieval se encargaría de narrar la épica hazaña de caballeros intrépidos contra bestias singulares y despiadadas, representación alegórica de las tentaciones con las que el diablo pone a prueba la fe de los creyentes. Ante el carácter abstracto y polisémico del mal, el cristianismo se decantó por avivar la fe del pueblo a través de un merchandising iconográfico de una rotunda eficacia. El laico iletrado podía sentir terror y temblor al imaginar lo que le esperaba si no asentía al credo que se le asignaba por decretos divino y humano. Ya que el demonio se disfraza con las prendas de la virtud y la belleza, es normal que el incauto seglar acabe confundiendo el bien con el mal. De ahí que la iconografía cristiana deje claro las aviesas intenciones del maligno, representándolo a través de su verdadera forma y figura, fea, deforme, con ingeniosos poderes y sibilinas maniobras con las que desarma la piadosa voluntad del penitente. El mal no puede ser atractivo, bello o luminoso. Solo el bien, la recta razón y la única verdad poseen las categorías de la perfección, armoniosa y proporcionada.
Cuando en los albores de la modernidad, la ciencia sustituye al imperio de la religión, dictando las leyes que rigen la naturaleza, ésta no elimina el mal como rasgo identitario del ser humano. Más bien seculariza su significado y su significante, reactualizando la iconografía y la narrativa mitológicas. El mal pasa a llamarse patología y las causas sobrenaturales se sustituyen por la frialdad de los hechos contrastables. Sin embargo, al igual que el endemoniado debía ser exorcizado, también el enfermo mental ha de someterse a un proceso terapéutico que restituya su salud y lo reintegre en la sociedad. Y si el mal persiste o no puede ser sanado o anestesiado, el sujeto deberá ser recluido, aislado del resto de congéneres. La ciencia clínica se pone al servicio del orden social, construyendo un modelo de salud que mantenga a los ciudadanos en armonía.
Cesare Lombroso, padre de la criminología moderna, propuso a finales del siglo diecinueve una curiosa teoría científica (homo criminalis) para determinar a partir de algunos rasgos faciales la propensión o no de los seres humanos a cometer actos criminales. La tipología ideal del asesino era la de un hombre de cara asimétrica, nariz torcida, prognatismo, boca irregular, frente estrecha, orejas desproporcionadas, cejijunto, nariz puntiaguda, barba boscosa y melenudo. Pese a la singularidad de su teoría, no pocas Universidades acogieron con buenos ojos la tipología facial de Lombroso, añadiendo otros rasgos aún más inverosímiles a la lista: tatuajes, epilepsia, uso de un argot barriobajero. Por supuesto, esta teoría duró dos días. Sin embargo, su impronta social aún sigue caracterizando nuestra galería popular de estereotipos. En numerosos países como España o Argentina, durante muchas décadas se consideró plausible la llamada teoría de la portación de cara, según la cual los individuos con melena y barba frondosa eran un claro prototipo de agente subversivo, contrario al orden social. En la actualidad, el uso de caracteres estereotipados en función de vestimenta o rasgos raciales sigue siendo utilizado por la policía para determinar la presencia de potenciales terroristas o criminales. Igualmente, la moderna psicomorfología facial permite detectar en el rostro de consumidores, antagonistas políticos o trabajadores determinadas emociones o respuestas comunicativas, a fin de optimizar el rendimiento de aquellos objetivos que mueven a las empresas, los partidos políticos o cualquier otro grupo de poder.
Pese a que la ciencia empírica sigue siendo el criterio válido para dibujar nuestro mapa del mundo, en los países occidentales persiste la necesidad de agarrarnos a mitologías secularizadas con las que damos nombre y rostro a nuestra perplejidad. La construcción del mal como reverso de nuestros deseos y escala de valores nos compensa. En las manifestaciones artísticas, las costumbres y el folklore popular abundan ejemplos fértiles de una iconografía del mal. Quizá ha sido el cine -el arte popular del siglo XX- el más prolífico en presentar toda una galería de villanos entregados con voluntad a la ardua tarea de deshacer el orden establecido sin ninguna intención de rearmar el caos que dejan a su paso. Todos tienen un rostro que bien podría responder a un algoritmo de estereotipos. El malo cinematográfico no solo debe ser malo, sino también parecerlo; no solo debe actuar de forma diabólica, sino que también ha de infundir miedo ante su sola presencia. Para ello es necesario dotar al personaje de un rostro que plastifique con eficacia la esencia estereotipada que la cultura popular posee del mal.
Nos resistimos a considerar que la maldad no tenga un rostro identificable. Quizá porque reconociéndola podemos estar avisados ante su presencia y huir a tiempo. Admitir que el mal es un concepto abstracto, polivalente e inasible supondría reconocer nuestra indefensión. La angustia disminuye si podemos anticiparnos y conocer el agente de nuestros miedos. El mal es una creación con la que exorcizamos nuestros temores y calmamos la incertidumbre cotidiana. Necesitamos darle un rostro. Y esta necesidad es aprovechada por los poderes establecidos para calmar nuestra disensión y así poder dar rienda suelta a sus maquinaciones. Un ciudadano con miedo es un peón pusilánime, susceptible al panfleto del demagogo y vendido al primer postor. Por eso en política es habitual la creación de guiones dialécticos, con villanos fácilmente reconocibles, presentados como enemigos del país. En el ruedo político, como en el cine, el antagonista mueve la acción, obliga al héroe a ejercer como tal y hace que el espectador se posicione hacia aquellos personajes que representan valores socialmente aceptados, deseando que el malo -pese a su diabólico atractivo- acabe mordiendo el polvo de la justicia. Es inevitable que el reconocimiento del malvado convierta al oponente en redentor y salvaguardia de la verdad. El mal, en definitiva, es una ficción útil, fructífera para aquel que desea convencer y mover las almas hacia el templo de su devoción.
Ramón Besonías Román
Pero no podemos olvidar que Lucifer era el ángel más bello de todos.
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