Debemos rendirnos a las evidencias. La España que encuentra Benedicto XVI en su visita a Barcelona y Santiago dista mucho de ser aquella que acogió al Papa Juan Pablo II en 1993 bajo el lema Totus tuus. En esta ocasión, las banderas de disidencia contrastan con el fervor o la mera curiosidad mediática de la ciudadanía. Aunque España sigue conservando signos, debates y arquitecturas de fuerte raigambre católica, no podemos afirmar a día de hoy que sigamos siendo el país católico de entonces.
Primeramente, por una cuestión esencialmente institucional. España dejó de ser, al entrar en Democracia, un Estado confesional a convertirse en un espacio plural de convivencia de diferentes credos y querencias ideológicas. El Estado pasó de ser adalid inquebrantable de la fe a ceñirse a su papel protector de la libertad religiosa. Ésta es la esencia misma del laicismo de vertebra la historia de la Europa moderna. Por mucho que algunos sectores sociales quieran devolver a España su condición militante de cuna de la fe católica, instando al Gobierno a dar primacía a sus intereses, no es función de un Estado democrático arbitrar en tales asuntos, y mucho menos promover el desarrollo de unas religiones en menoscabo de otras. Las creencias religiosas quedan pues circunscritas al ámbito privado de los ciudadanos, evitando el Estado cualquier injerencia en estos asuntos, a no ser que se violen el derecho constitucional de libertad religiosa (pertenecer o no a cualquier credo, así como no militar en ninguno de ellos). Las actitudes o acciones derivadas de la moral particular del ciudadano poseen, por el contrario, un carácter público, pudiendo ser sometidas a juicio o crítica por parte de la sociedad civil con total libertad, salvo que con ello se vulnere algún derecho constitucional. No solo podemos ser o dejar de ser católico, sino que también podemos asentir o discrepar libremente acerca de las creencias ajenas, de las declaraciones de tal o cual obispo o de los discursos del Papa. Más aún, en Democracia cada cual puede vivir conforme al estilo de vida que considere oportuno, sea éste coherente o no con la moralidad de los demás y siempre que (a estas alturas es pesado recordar lo obvio) no atente contra el Estado de Derecho. Por lo dicho, podemos argüir que cualquier debate acerca de la moralidad queda fuera de las competencias del Estado y que éste tan solo debe ofrecer garantías de que protegerá la convivencia de los múltiples credos y estilos de vida de la ciudadanía con total independencia y respeto a las leyes vigentes.
Si realmente podemos hablar de una moral cívica, ésta debe entenderse como el ejercicio, público o privado, de aquellas actitudes y hechos por parte de la ciudadanía o del propio Estado que promuevan o hagan posible la convivencia social, de acuerdo a los principios constitucionales. De ahí que el Estado tenga el derecho y la obligación de promover acciones encaminadas a tal efecto, especialmente en el ámbito educativo. Con asignaturas como Educación a la Ciudadanía o Educación Ético-Cívica, el Estado no pretende adoctrinar, sino que potencia actitudes de respeto a todos los credos, formas de vida o ideologías, propiciando espacios de debate entre niños y adolescentes, base primordial de nuestro modelo de convivencia futuro. Cualquier debate en torno a la moralidad o los credos religiosos debe hacerse en un contexto que proteja derechos fundamentales e inherentes a la democracia: igualdad ante la ley (isonomía), libertad de expresión (isogoría) y libertad de opinión. Por esta razón, es más obvio cuestionar la presencia en el sistema educativo del área no evaluable (administrada por una institución privada) de Religión Católica que hacerlo en relación a áreas de estudio que promueven intereses comunes, no particulares.
En su reciente visita a España, el pontífice Benedicto XVI ha subrayado su rechazo a lo que denomina «laicismo agresivo». La distinción entre este tipo de laicismo y laicismo a secas obedece a su percepción de las políticas del Ejecutivo como ataques contra la institución eclesial, encaminadas a mitigar su influencia sobre el tejido social. Así, la falta de religiosidad de la sociedad española obedecería, en palabras del pontífice, no solo a la entronización del individualismo (discurso recurrente en muchas de sus intervenciones públicas), sino también por presiones políticas, instigadas por gobiernos de izquierda. En contadas ocasiones (la última ante los casos de pederastia) hemos oído a Benedicto XVI entonar el mea culpa ante el rechazo que experimenta la ciudadanía hacia las instituciones católicas. La causa casi siempre es externa. Un mundo pagano, materialista, ahogado por la falta de sentido y horizontes finales, parece ser el único responsable de la falta de aceptación popular que sufre la Iglesia Católica. Además, a su juicio, existen ideologías políticas que conspiran para que desaparezcan de la escena pública. Todo menos autoevaluarse.
La Iglesia Católica espera del Ejecutivo que siga manteniendo los privilegios y apoyos de los que ha disfrutado hasta ahora, evitando un debate social serio que propicie un nuevo modelo de relaciones. Por ahora, el Gobierno, a fin de no debilitar aún más su imagen ante la opinión pública, ha preferido congelar el debate sobre una futura Ley de Libertad Religiosa, a la espera de que el viento corra a su favor. Sin embargo, es evidente que tarde o temprano se hace necesario poner sobre la mesa asuntos como la financiación económica, la asignatura de Religión en las escuelas o la presencia de símbolos religiosos en espacios públicos. Dicho debate debe tener en cuenta principios democráticos, aunando sensibilidades y permitiendo que prevalezca el respeto a las diferencias por encima de los posicionamientos ideológicos o religiosos. En cualquier caso, la institución católica debe reconocer la función del Estado como protector de la diversidad cultural y admitir la evidencia de una España plural, muy lejos ya del integrismo religioso característico de épocas no tan lejanas.
Primeramente, por una cuestión esencialmente institucional. España dejó de ser, al entrar en Democracia, un Estado confesional a convertirse en un espacio plural de convivencia de diferentes credos y querencias ideológicas. El Estado pasó de ser adalid inquebrantable de la fe a ceñirse a su papel protector de la libertad religiosa. Ésta es la esencia misma del laicismo de vertebra la historia de la Europa moderna. Por mucho que algunos sectores sociales quieran devolver a España su condición militante de cuna de la fe católica, instando al Gobierno a dar primacía a sus intereses, no es función de un Estado democrático arbitrar en tales asuntos, y mucho menos promover el desarrollo de unas religiones en menoscabo de otras. Las creencias religiosas quedan pues circunscritas al ámbito privado de los ciudadanos, evitando el Estado cualquier injerencia en estos asuntos, a no ser que se violen el derecho constitucional de libertad religiosa (pertenecer o no a cualquier credo, así como no militar en ninguno de ellos). Las actitudes o acciones derivadas de la moral particular del ciudadano poseen, por el contrario, un carácter público, pudiendo ser sometidas a juicio o crítica por parte de la sociedad civil con total libertad, salvo que con ello se vulnere algún derecho constitucional. No solo podemos ser o dejar de ser católico, sino que también podemos asentir o discrepar libremente acerca de las creencias ajenas, de las declaraciones de tal o cual obispo o de los discursos del Papa. Más aún, en Democracia cada cual puede vivir conforme al estilo de vida que considere oportuno, sea éste coherente o no con la moralidad de los demás y siempre que (a estas alturas es pesado recordar lo obvio) no atente contra el Estado de Derecho. Por lo dicho, podemos argüir que cualquier debate acerca de la moralidad queda fuera de las competencias del Estado y que éste tan solo debe ofrecer garantías de que protegerá la convivencia de los múltiples credos y estilos de vida de la ciudadanía con total independencia y respeto a las leyes vigentes.
Si realmente podemos hablar de una moral cívica, ésta debe entenderse como el ejercicio, público o privado, de aquellas actitudes y hechos por parte de la ciudadanía o del propio Estado que promuevan o hagan posible la convivencia social, de acuerdo a los principios constitucionales. De ahí que el Estado tenga el derecho y la obligación de promover acciones encaminadas a tal efecto, especialmente en el ámbito educativo. Con asignaturas como Educación a la Ciudadanía o Educación Ético-Cívica, el Estado no pretende adoctrinar, sino que potencia actitudes de respeto a todos los credos, formas de vida o ideologías, propiciando espacios de debate entre niños y adolescentes, base primordial de nuestro modelo de convivencia futuro. Cualquier debate en torno a la moralidad o los credos religiosos debe hacerse en un contexto que proteja derechos fundamentales e inherentes a la democracia: igualdad ante la ley (isonomía), libertad de expresión (isogoría) y libertad de opinión. Por esta razón, es más obvio cuestionar la presencia en el sistema educativo del área no evaluable (administrada por una institución privada) de Religión Católica que hacerlo en relación a áreas de estudio que promueven intereses comunes, no particulares.
En su reciente visita a España, el pontífice Benedicto XVI ha subrayado su rechazo a lo que denomina «laicismo agresivo». La distinción entre este tipo de laicismo y laicismo a secas obedece a su percepción de las políticas del Ejecutivo como ataques contra la institución eclesial, encaminadas a mitigar su influencia sobre el tejido social. Así, la falta de religiosidad de la sociedad española obedecería, en palabras del pontífice, no solo a la entronización del individualismo (discurso recurrente en muchas de sus intervenciones públicas), sino también por presiones políticas, instigadas por gobiernos de izquierda. En contadas ocasiones (la última ante los casos de pederastia) hemos oído a Benedicto XVI entonar el mea culpa ante el rechazo que experimenta la ciudadanía hacia las instituciones católicas. La causa casi siempre es externa. Un mundo pagano, materialista, ahogado por la falta de sentido y horizontes finales, parece ser el único responsable de la falta de aceptación popular que sufre la Iglesia Católica. Además, a su juicio, existen ideologías políticas que conspiran para que desaparezcan de la escena pública. Todo menos autoevaluarse.
La Iglesia Católica espera del Ejecutivo que siga manteniendo los privilegios y apoyos de los que ha disfrutado hasta ahora, evitando un debate social serio que propicie un nuevo modelo de relaciones. Por ahora, el Gobierno, a fin de no debilitar aún más su imagen ante la opinión pública, ha preferido congelar el debate sobre una futura Ley de Libertad Religiosa, a la espera de que el viento corra a su favor. Sin embargo, es evidente que tarde o temprano se hace necesario poner sobre la mesa asuntos como la financiación económica, la asignatura de Religión en las escuelas o la presencia de símbolos religiosos en espacios públicos. Dicho debate debe tener en cuenta principios democráticos, aunando sensibilidades y permitiendo que prevalezca el respeto a las diferencias por encima de los posicionamientos ideológicos o religiosos. En cualquier caso, la institución católica debe reconocer la función del Estado como protector de la diversidad cultural y admitir la evidencia de una España plural, muy lejos ya del integrismo religioso característico de épocas no tan lejanas.
Ramón Besonías Román
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