El espectador siempre es más benévolo con los errores y las debilidades que con la eficacia, perdonamos con más celeridad el gazapo que alabamos la excelencia. Cómplices de su traspié, aplaudimos al actor de teatro, presentador de telediario o lector de poemas que equivoca su texto, no solo para hacerle sentir bien ante el mal trago que supone errar en público; perdonando su humanidad involuntaria, nos indultamos a nosotros mismos, reconocemos nuestra contingencia a través de la voz errada, el gesto involuntario, el resbalón, el lapsus venial. Sin embargo, declinamos el dedo imperial ante la arrogancia, los humos, ínfulas y vanidades ajenas, despreciando la sobrada altanería como un insulto a nuestra propia valía y nuestro derecho a la imperfección. El espectador espera que el actor realice con solvencia su papel, que ejecute la obra sin notar apenas que tras la máscara se esconde un ser humano. Pero en nada nos molesta que por azar la ficción desvele tras de sí la carne y el hueso de quien declama o actúa. El desliz nos agrada, pese a que con ello se pierda el hilo de la trama o seamos durante unos instantes conscientes de presenciar un artificio.
Existen no pocas profesiones cuya naturaleza exige la disciplina de la corrección formal, el rictus tensado y la contención verbal. El buen ejercicio de estas habilidades diferencia al buen profesional del esforzado amateur. Sin embargo, esta imperturbabilidad ante todo aquello que no esté orientado a dar la apariencia exacta al servicio del oficio acaba convirtiendo a la persona en personaje, al sujeto en objeto, al rostro en careta. Es el caso de jueces, actores, modelos de pasarela y políticos. A todos ellos se les exige por guión aparcar durante su trabajo los defectos gramaticales y la pose desenfadada. Palabra y cuerpo se ponen al servicio del espectador que oye y mira.
Quizá por esta misma razón, al enterarme de que Maragall, Pasqual Maragall, quien fuera durante muchos años alcalde de Barcelona y presidente de la Generalitat de Catalunya, presenta en el Festival de Cine de San Sebastián un honesto y necesario documental sobre la enfermedad de Alzheimer (Bicicleta, cuchara, manzana), donde él mismo, en primera persona, retrata la crónica de su lucha diaria contra el olvido, yo también aplaudo, aplaudo sin contención al hombre, despojado del velo de su profesión, desnudo, como todos, ante la vida, arañando a la memoria el recuerdo de lo que somos. Y ya no veo al político, al hombre de estado, al actor al servicio del voto; no veo la imagen pública, veo al ser que habita dentro, al marido, al padre, al paciente, al amigo. Empatizo con su tesón y su gesto, admiro su honestidad y valentía por ponerse al descubierto, él, que durante décadas fue tan solo personaje, nunca Pasqual a secas. Como cantaba su abuelo, el poeta Joan Maragall: «hombre soy, y es humana mi medida para todo lo que pueda creer y esperar».
Existen no pocas profesiones cuya naturaleza exige la disciplina de la corrección formal, el rictus tensado y la contención verbal. El buen ejercicio de estas habilidades diferencia al buen profesional del esforzado amateur. Sin embargo, esta imperturbabilidad ante todo aquello que no esté orientado a dar la apariencia exacta al servicio del oficio acaba convirtiendo a la persona en personaje, al sujeto en objeto, al rostro en careta. Es el caso de jueces, actores, modelos de pasarela y políticos. A todos ellos se les exige por guión aparcar durante su trabajo los defectos gramaticales y la pose desenfadada. Palabra y cuerpo se ponen al servicio del espectador que oye y mira.
Quizá por esta misma razón, al enterarme de que Maragall, Pasqual Maragall, quien fuera durante muchos años alcalde de Barcelona y presidente de la Generalitat de Catalunya, presenta en el Festival de Cine de San Sebastián un honesto y necesario documental sobre la enfermedad de Alzheimer (Bicicleta, cuchara, manzana), donde él mismo, en primera persona, retrata la crónica de su lucha diaria contra el olvido, yo también aplaudo, aplaudo sin contención al hombre, despojado del velo de su profesión, desnudo, como todos, ante la vida, arañando a la memoria el recuerdo de lo que somos. Y ya no veo al político, al hombre de estado, al actor al servicio del voto; no veo la imagen pública, veo al ser que habita dentro, al marido, al padre, al paciente, al amigo. Empatizo con su tesón y su gesto, admiro su honestidad y valentía por ponerse al descubierto, él, que durante décadas fue tan solo personaje, nunca Pasqual a secas. Como cantaba su abuelo, el poeta Joan Maragall: «hombre soy, y es humana mi medida para todo lo que pueda creer y esperar».
Ramón Besonías Román
Yo también alabo su obra. Este hombre me transmite una imponente ternura.
ResponderEliminarTod@s deberíamos tener la necesidad en alguna ocasión de arrancarnos los atavíos y mostrar nuestro más sincero héroe.
Muy buena entrada. Saludos
ya, pero entonces..¿le perdonamos todo al personaje? No sé, hay gente que tiene responsabilidades y si las ejercen mal, y despues, porque los ves desvalidos, desnudos de poder y energía, de pronto, nosostros si les dotamos de algo que ellos no han ejercido.¡Que dificil es todo!.
ResponderEliminarTu post me deja sobre todo perpleja, pero gracias.
Gracias, anónimo, por pasarte por aquí y compartir tu punto de vista. Tienes razón que un acto noble no excusa ni bendice al resto, sobre todo si estos son de dudosa honestidad. Pero mi reflexión no iba por esos derroteros, que por supuesto merecen su debate aparte.
ResponderEliminarMis letras pretendían rumiar acerca de las inclemencias de la imagen pública y sus efectos sobre el espectador.
LO dicho, agradecido y más veces.