En un reciente artículo titulado 'La monarquía española', firmado por Luciano Pérez de Acevedo y Amo para el diario 'Hoy' del día 10 de julio, el autor subraya con acierto la importancia que tiene que los ciudadanos valoremos el papel esencial que representa la monarquía dentro de nuestro sistema democrático, como un órgano mediador y aglutinador de la voluntad general. Hasta aquí, comparto el buen criterio del articulista. Sin embargo, el señor Luciano percibe con sospecha e indignación que este papel está gravemente amenazado por una minoría de ciudadanos, empeñados, con su militancia republicana y su falta de respeto a las costumbres, en debilitar, cuando no desquebrajar, la noble función institucional que cumple la Corona. "Si algún día, Dios no lo quiera, -sentencia, con exageración, el autor- algún o algunos desaprensivos lo talaran, España, sin duda, quedaría abocada a la desaparición".
Esta sospecha de que la unidad de España está en peligro a causa del ejercicio de libertad de expresión de algunos ciudadanos es una actitud que hemos podido constatar a través de los medios durante nuestra breve pero intensa historia de Democracia. No es un debate nuevo, más bien reaparece constantemente el perro con collares de diferente color. Según este discurso, la nación está en peligro. Acudamos pues a salvarla de los disidentes de moda y de la disgregación de autonomías, empeñadas en resaltar sus costumbres locales, cuando en realidad nuestra piel de toro sigue siendo una, grande y libre, católica, apostólica y romana. Aquellos que se empeñan en subrayar sus propias costumbres, su individualidad y libertad de opinión, contra el pensar común y sensato (el de ellos, según parece) -dicen los salvapatrias-, arruinan la unidad nacional tan soñada desde el rey Aorico.
Quienes así hablan, sueñan despiertos su ideal de España unicolor (si acaso roja y gualda), católica, de misa y tortilla de domingo, Semana Santa, Corpus Christi y otras fiestas de guardar, obviando que la Democracia, constitucional y monárquica, trajo tras de sí la defensa inquebrantable de las libertades individuales, reconocidas por la Constitución, como sustrato esencial de la forma de entender desde entonces la unidad plural de la nación. Con la Democracia, esta unidad no se entiende ya sin la defensa de estas individualidades. España no es sólo el conjunto de ciudadanos que la componen, sino también cada uno de ellos, nacidos cada cual de su madre, con creencias, costumbres e ideas diversas, susceptibles de ser compartidas o rebatidas mediante un diálogo respetuoso. El peligro no es disentir, sino uniformar las costumbres y las ideas bajo la excusa escatológica de que España se está hundiendo a manos de unos cuantos friquis ignorantes o seudointelectuales, alérgicos a las tradiciones.
Como apunta el autor, "resulta un anacronismo hablar de monárquicos y republicanos"., aunque respetemos y exijamos ser respetados, dentro del ámbito de las opiniones, el sentir de cada cual en esta cuestión. Pero igual de anacrónico resulta seguir defendiendo la unidad nacional con la pretensión, por otro lado utópica, de uniformar valores, costumbres e ideas a mayor gloria de las nuestras. La pluralidad nunca puede ser una amenaza para la unidad nacional, entendida ésta como el funcionamiento estable de nuestro sistema político, consensuado y respetado por la voluntad general y reflejado en la Constitución y, a posteriori, en las leyes vigentes aprobadas por el legislativo. Así, el Estado y sus instituciones velan para que el Estado de Derecho sea protegido y para que sus organismos públicos, desde la Corona hasta el ayuntamiento más pequeño del territorio, cumplan con su función dentro del sistema democrático. Más allá del sistema de deberes que nos marca la Constitución, la ciudadanía es libre de pensar y vivir a su libre gusto y sentir.
Sin embargo, es cierto que muchos ciudadanos ven en esta libertad y en esta pluralidad una amenaza contra sus costumbres y su mobiliario de ideas, y buscan enemigos (los que piensan diferente) a los que culpan de que España ya no es como ellos quisieran. Pues bien, es cierto, España ya no es 'una' en cuanto a valores, credos o costumbres sobre las que se asienta nuestra vida cotidiana. Sin embargo, esta pluralidad no resquebraja en absoluto -a menos que lo intentemos- la solidez de nuestro sistema democrático y, con él, el papel representativo y conciliador de la Corona. El escepticismo que algunos ciudadanos sienten hacia instituciones como el Gobierno o la Corona es un ejercicio más de libertad de pensamiento y, a su vez, un signo de los tiempos que debería propiciar aún más una reflexión pública que refortalezca la ya de por sí buena salud de nuestra Democracia, avalada por la riqueza de ideas de sus ciudadanos.
Es un sano ejercicio de democracia propiciar y respetar que cada cual exprese, si lo desea y como quiera, ya sea ardor patriótico, apatía descreída o cariño familiar hacia la Corona, siempre y cuando reconozca y acepte nuestra Constitución como norma común bajo la que nos damos todos y cada uno derechos y deberes con los que regular nuestra convivencia. El resto son sermones bajo palio.
Esta sospecha de que la unidad de España está en peligro a causa del ejercicio de libertad de expresión de algunos ciudadanos es una actitud que hemos podido constatar a través de los medios durante nuestra breve pero intensa historia de Democracia. No es un debate nuevo, más bien reaparece constantemente el perro con collares de diferente color. Según este discurso, la nación está en peligro. Acudamos pues a salvarla de los disidentes de moda y de la disgregación de autonomías, empeñadas en resaltar sus costumbres locales, cuando en realidad nuestra piel de toro sigue siendo una, grande y libre, católica, apostólica y romana. Aquellos que se empeñan en subrayar sus propias costumbres, su individualidad y libertad de opinión, contra el pensar común y sensato (el de ellos, según parece) -dicen los salvapatrias-, arruinan la unidad nacional tan soñada desde el rey Aorico.
Quienes así hablan, sueñan despiertos su ideal de España unicolor (si acaso roja y gualda), católica, de misa y tortilla de domingo, Semana Santa, Corpus Christi y otras fiestas de guardar, obviando que la Democracia, constitucional y monárquica, trajo tras de sí la defensa inquebrantable de las libertades individuales, reconocidas por la Constitución, como sustrato esencial de la forma de entender desde entonces la unidad plural de la nación. Con la Democracia, esta unidad no se entiende ya sin la defensa de estas individualidades. España no es sólo el conjunto de ciudadanos que la componen, sino también cada uno de ellos, nacidos cada cual de su madre, con creencias, costumbres e ideas diversas, susceptibles de ser compartidas o rebatidas mediante un diálogo respetuoso. El peligro no es disentir, sino uniformar las costumbres y las ideas bajo la excusa escatológica de que España se está hundiendo a manos de unos cuantos friquis ignorantes o seudointelectuales, alérgicos a las tradiciones.
Como apunta el autor, "resulta un anacronismo hablar de monárquicos y republicanos"., aunque respetemos y exijamos ser respetados, dentro del ámbito de las opiniones, el sentir de cada cual en esta cuestión. Pero igual de anacrónico resulta seguir defendiendo la unidad nacional con la pretensión, por otro lado utópica, de uniformar valores, costumbres e ideas a mayor gloria de las nuestras. La pluralidad nunca puede ser una amenaza para la unidad nacional, entendida ésta como el funcionamiento estable de nuestro sistema político, consensuado y respetado por la voluntad general y reflejado en la Constitución y, a posteriori, en las leyes vigentes aprobadas por el legislativo. Así, el Estado y sus instituciones velan para que el Estado de Derecho sea protegido y para que sus organismos públicos, desde la Corona hasta el ayuntamiento más pequeño del territorio, cumplan con su función dentro del sistema democrático. Más allá del sistema de deberes que nos marca la Constitución, la ciudadanía es libre de pensar y vivir a su libre gusto y sentir.
Sin embargo, es cierto que muchos ciudadanos ven en esta libertad y en esta pluralidad una amenaza contra sus costumbres y su mobiliario de ideas, y buscan enemigos (los que piensan diferente) a los que culpan de que España ya no es como ellos quisieran. Pues bien, es cierto, España ya no es 'una' en cuanto a valores, credos o costumbres sobre las que se asienta nuestra vida cotidiana. Sin embargo, esta pluralidad no resquebraja en absoluto -a menos que lo intentemos- la solidez de nuestro sistema democrático y, con él, el papel representativo y conciliador de la Corona. El escepticismo que algunos ciudadanos sienten hacia instituciones como el Gobierno o la Corona es un ejercicio más de libertad de pensamiento y, a su vez, un signo de los tiempos que debería propiciar aún más una reflexión pública que refortalezca la ya de por sí buena salud de nuestra Democracia, avalada por la riqueza de ideas de sus ciudadanos.
Es un sano ejercicio de democracia propiciar y respetar que cada cual exprese, si lo desea y como quiera, ya sea ardor patriótico, apatía descreída o cariño familiar hacia la Corona, siempre y cuando reconozca y acepte nuestra Constitución como norma común bajo la que nos damos todos y cada uno derechos y deberes con los que regular nuestra convivencia. El resto son sermones bajo palio.
Ramón Besonías Román
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