Nunca he sentido un especial fervor identitario. Mi ardor nacionalista se reduce -he de ser honesto- a las manifestaciones deportivas (que no todas) y una cierta empatía cuando me encuentro en el extranjero con otros compatriotas. Incluso esto último puede que tan solo se deba a mi exiguo nivel de idiomas foráneos. Sin embargo, puedo entender, dentro de lo razonable, que algunos ciudadanos experimenten nobles sentimientos de alegría, de orgullo y de pertenencia social cuando contemplan actos militares o espectáculos deportivos. Más aún, entiendo que el hecho de hablar desde la cuna un determinado idioma o de pertenecer de forma natural a un grupo cultural con una identidad muy específica, provoque en esa comunidad la necesidad de coordinarse para no perder su lengua y sus costumbres, siempre y cuando éstas sean compatibles con las necesidades de otros ciudadanos que vivan en el mismo territorio. Sospecho que tras la defensa que hacen algunos ciudadanos de 'lo suyo', muchas veces se esconde una forma sutil (a veces descarada) de integrismo cultural. Gracias a Dios (en el que ustedes crean), casi siempre se impone a pie de calle la sensatez, y la ciudadanía entiende, sin mucha tesis, que es mejor aprender a convivir, aceptando la pluralidad de creencias, lenguas, partidos y pareceres que pueblan España, que convertir 'lo nuestro' en un tesoro que hay que proteger a toda costa contra la amenaza de 'los otros'.
Por eso quizá me permita, pese a ser extremeño, imaginar a Cataluña como una autonomía -con un modelo revisable, ¿por qué no?- plural, bilingüe, corresponsable y abierta al diálogo. Y, por el contrario, me escaman mucho los debates escatológicos sobre el concepto de 'nación' catalana o el ardor independentista de aquellos políticos que arengan a la ciudadanía al extremismo del 'todo o nada', tanto si los excesos provienen del rancio nacionalismo españolista como si llegan los tiros del 'Cataluña, para los catalanes'.
Sabemos que los partidos nacionalistas desean un final feliz en el que la princesa y el sapo se casen. Sin embargo, la Constitución, pese a que reconocozca su autonomía a la hora de darse a sí mismos leyes y normas y de gestionar sus propios asuntos, princesa y sapo seguirán viviendo en el país de 'nunca jamás', mal que les pese. Igualmente, es poco razonable no reconocer que Cataluña requiere de todos los españoles una reflexión acerca de nuestra convivencia cultural (lingüística) y de si es necesario o no revisar el modelo de autonomías imaginado en los orígenes de nuestra democracia. Ahora bien, esta búsqueda de un término medio es precisamente la actitud que ha brillado por su ausencia en el tedioso camino (cuatro años) hacia la reforma del Estatuto catalán, dando como fruto un texto conservador que a nadie contenta. El que escribe sospecha que el fracaso del Estatuto tiene sobre todo su origen en la radicalización de los intereses nacionalistas (catalanes y españoles). Unos, prefieren seguir soñando con una España en latín, abogando por la entelequia de la 'unidad nacional'; los otros, aplicando la ley del serrucho, creen que todos en su territorio cuentan ovejas en catalán. Y la casa por barrer.
El pueblo catalán está defraudado por lo que consideran un texto estatutario sin variaciones significativas o cambios de una polisemia nebulosa. No es extraño que en las próximas elecciones, el pueblo acabe dando su confianza a CIU, castigando la falta de determinación política del PSC. Por otro lado, al PP se le encienden los demonios cada vez que oyen hablar de 'nación', un vocabulario que ellos mismos utilizan sin pudor a la hora de defender lo que consideran un derecho patriótico. El Constitucional, ante este panorama, ha preferido dejar el mobiliario en su sitio y curarse de espanto, aunque para lo que ha hecho, mejor que lo hubiera firmado hace tres años y listos. Un proceso tan largo no sólo desgasta la paciencia de los catalanes, sino que también alienta en el resto de las autonomías el rebrote del más rancio nacionalismo españolista, que observa con entusiasmo cómo Cataluña pierde las demandas que más filiación ciudadana poseían (reconocimiento como nación, preferencia lingüística y uso legítimo de símbolos identitarios).
Este Estatuto, en vez de conciliar y acercar posiciones dispares a un terrero razonable, ha preferido polarizar el debate hacia un conservadurismo que, mucho me temo, no ayudará a un entendimiento entre los grupos más radicalizados del debate y que supondrá desde el punto de vista electoral una vuelta atrás que ya suena a nudo gordiano. ¿Realmente deseamos conciliar la pluralidad cultural con una sana convivencia? Por ahora, la respuesta es evidente: no.
Yo, mientras tanto, espero poder seguir viajando, actividad que abre la mente y de paso te recuerda de dónde eres.
Por eso quizá me permita, pese a ser extremeño, imaginar a Cataluña como una autonomía -con un modelo revisable, ¿por qué no?- plural, bilingüe, corresponsable y abierta al diálogo. Y, por el contrario, me escaman mucho los debates escatológicos sobre el concepto de 'nación' catalana o el ardor independentista de aquellos políticos que arengan a la ciudadanía al extremismo del 'todo o nada', tanto si los excesos provienen del rancio nacionalismo españolista como si llegan los tiros del 'Cataluña, para los catalanes'.
Sabemos que los partidos nacionalistas desean un final feliz en el que la princesa y el sapo se casen. Sin embargo, la Constitución, pese a que reconocozca su autonomía a la hora de darse a sí mismos leyes y normas y de gestionar sus propios asuntos, princesa y sapo seguirán viviendo en el país de 'nunca jamás', mal que les pese. Igualmente, es poco razonable no reconocer que Cataluña requiere de todos los españoles una reflexión acerca de nuestra convivencia cultural (lingüística) y de si es necesario o no revisar el modelo de autonomías imaginado en los orígenes de nuestra democracia. Ahora bien, esta búsqueda de un término medio es precisamente la actitud que ha brillado por su ausencia en el tedioso camino (cuatro años) hacia la reforma del Estatuto catalán, dando como fruto un texto conservador que a nadie contenta. El que escribe sospecha que el fracaso del Estatuto tiene sobre todo su origen en la radicalización de los intereses nacionalistas (catalanes y españoles). Unos, prefieren seguir soñando con una España en latín, abogando por la entelequia de la 'unidad nacional'; los otros, aplicando la ley del serrucho, creen que todos en su territorio cuentan ovejas en catalán. Y la casa por barrer.
El pueblo catalán está defraudado por lo que consideran un texto estatutario sin variaciones significativas o cambios de una polisemia nebulosa. No es extraño que en las próximas elecciones, el pueblo acabe dando su confianza a CIU, castigando la falta de determinación política del PSC. Por otro lado, al PP se le encienden los demonios cada vez que oyen hablar de 'nación', un vocabulario que ellos mismos utilizan sin pudor a la hora de defender lo que consideran un derecho patriótico. El Constitucional, ante este panorama, ha preferido dejar el mobiliario en su sitio y curarse de espanto, aunque para lo que ha hecho, mejor que lo hubiera firmado hace tres años y listos. Un proceso tan largo no sólo desgasta la paciencia de los catalanes, sino que también alienta en el resto de las autonomías el rebrote del más rancio nacionalismo españolista, que observa con entusiasmo cómo Cataluña pierde las demandas que más filiación ciudadana poseían (reconocimiento como nación, preferencia lingüística y uso legítimo de símbolos identitarios).
Este Estatuto, en vez de conciliar y acercar posiciones dispares a un terrero razonable, ha preferido polarizar el debate hacia un conservadurismo que, mucho me temo, no ayudará a un entendimiento entre los grupos más radicalizados del debate y que supondrá desde el punto de vista electoral una vuelta atrás que ya suena a nudo gordiano. ¿Realmente deseamos conciliar la pluralidad cultural con una sana convivencia? Por ahora, la respuesta es evidente: no.
Yo, mientras tanto, espero poder seguir viajando, actividad que abre la mente y de paso te recuerda de dónde eres.
Ramón Besonías Román
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