Los seres humanos somos extraordinarios, que dirían los de Radio Califata. Nos encanta mirar embobados la demolición de un edificio, babeando cada vez que la bola atraviesa la pared tras la que quizá un mes antes un vecino veía la tele o desaguaba sus necesidades. Parece como si al observar lo que queda tras el derrumbe, pudiéramos radiografiar la vida cotidiana de nuestros vecinos, cuchichear tras la mirilla de voyeur las historias ajenas que se escribieron entre esas paredes.
Mientras nos regodeamos en nuestra absorta contemplación, no nos damos cuenta de lo absurdo que podría resultar para un transeúnte casual nuestra pose de espectador de un acto tan anodino. Debe ser que no es lo mismo sentirse imbuido por la experiencia trascendente de un derrumbe que verlo pasar a tu lado como si fuera una obra más de esas que un ciudadano ha de soportar a diario en nuestras ciudades. Nadie se percata de que en cualquier calle de nuestro barrio se esté edificando una nueva vivienda, pero una demolición es diferente no sólo por vistosa o inusual, sino también a causa de una atávica querencia, un morboso placer por la destrucción que todos poseemos, o más bien nos posee.
Construir es fruto de una esforzada tarea diaria. Sin embargo, arrasar sólo exige la pasiva complicidad de nuestros deseos. En unos escasos segundos todo aquello que decenas de inquilinos pagaron estoicamente con insufribles hipotecas se va al carajo, arañado por la fría mecánica de una grúa. Tremendo, ¿verdad? Los artistas románticos llamaban a esta sensación ambivalente hacia la destrucción lo terrible, algo así como un hijo bastardo de lo bello pero amplificado y deformante. El concepto de belleza clásico se asentaba en el sentido del orden y la armonía heredado de los artistas grecolatinos. Pero a partir del diecinueve el subconsciente se rebela, aflorando nuestros impulsos tanáticos a través de las creaciones artísticas o simplemente de la morbosa contemplación del horror. No debemos reprimir -dicen- nuestros sentimientos libidinales o destructores, siempre y cuando sean debidamente canalizados a través de una sublimación que tanto nuestra salud psíquica como la sociedad puedan tolerar.
Quizá algo así debieron sentir algunos aficionados taurinos cuando asistieron, ojos y mandíbula descolgados, a la cornada propinada por Navegante a José Tomás en Aguascalientes. Después de todo, el respetable asume como daño colateral -otros, menos susceptibles y más sinceros, como condición deseable para una tarde completa- el infortunio del torero. Todos saben que el toro, más tarde, más temprano, mascará la arena con la lengua. Pero otra cosa es ver cómo el diestro es enhebrado por el pitón del bravo. Una cornada es siempre terrible, por inusual y dramática, y la mirada del público tan sólo certifica con su asombro, asco, placer o empatía lo sublime del hecho, la belleza inmoral de la que somos testigos.
Esta dinámica de los deseos la tienen bien aprendida los medios de comunicación. Vende el evento que genera a su alrededor las emociones más primarias. La cotidianidad, el sisífico fluir del devenir casero aburre como titular de prensa. Sin embargo, lo extraordinario, teñido por la tragedia y el exceso, es bendecido por el espectador y radiado con pelos y señales por el cuarto poder a mayor gloria del volumen de ventas. El tema da igual. Toros, tornados, tu vecina del sexto, un menor de edad o el ministro de Trabajo. Lo mismo da. La realidad se ficciona a través de las simples reglas del conductismo publicitario. No importa el hecho relatado, sino su estela dramática en el televidente. Su impronta emocional marcará el éxito del telediario, del show rosa o de la batería de anuncios comerciales. Porque pronto todo será olvidado, nadie caerá en la cuenta de que aquel día en aquel lugar demolieron un edificio; que en el número 7 de una calle cualquiera murió una mujer con nombre y apellidos a manos de un energúmeno protohumano; que el hambre sigue azotando países que aprendimos en el colegio y ya no sabríamos situar en un mapamundi; que la vida, ciega, sorda y muda, más allá de la película que nos venden cada día en los medios, duele. Que las astas matan, el fotosop miente y los cuentos, cuentos son.
Mientras nos regodeamos en nuestra absorta contemplación, no nos damos cuenta de lo absurdo que podría resultar para un transeúnte casual nuestra pose de espectador de un acto tan anodino. Debe ser que no es lo mismo sentirse imbuido por la experiencia trascendente de un derrumbe que verlo pasar a tu lado como si fuera una obra más de esas que un ciudadano ha de soportar a diario en nuestras ciudades. Nadie se percata de que en cualquier calle de nuestro barrio se esté edificando una nueva vivienda, pero una demolición es diferente no sólo por vistosa o inusual, sino también a causa de una atávica querencia, un morboso placer por la destrucción que todos poseemos, o más bien nos posee.
Construir es fruto de una esforzada tarea diaria. Sin embargo, arrasar sólo exige la pasiva complicidad de nuestros deseos. En unos escasos segundos todo aquello que decenas de inquilinos pagaron estoicamente con insufribles hipotecas se va al carajo, arañado por la fría mecánica de una grúa. Tremendo, ¿verdad? Los artistas románticos llamaban a esta sensación ambivalente hacia la destrucción lo terrible, algo así como un hijo bastardo de lo bello pero amplificado y deformante. El concepto de belleza clásico se asentaba en el sentido del orden y la armonía heredado de los artistas grecolatinos. Pero a partir del diecinueve el subconsciente se rebela, aflorando nuestros impulsos tanáticos a través de las creaciones artísticas o simplemente de la morbosa contemplación del horror. No debemos reprimir -dicen- nuestros sentimientos libidinales o destructores, siempre y cuando sean debidamente canalizados a través de una sublimación que tanto nuestra salud psíquica como la sociedad puedan tolerar.
Quizá algo así debieron sentir algunos aficionados taurinos cuando asistieron, ojos y mandíbula descolgados, a la cornada propinada por Navegante a José Tomás en Aguascalientes. Después de todo, el respetable asume como daño colateral -otros, menos susceptibles y más sinceros, como condición deseable para una tarde completa- el infortunio del torero. Todos saben que el toro, más tarde, más temprano, mascará la arena con la lengua. Pero otra cosa es ver cómo el diestro es enhebrado por el pitón del bravo. Una cornada es siempre terrible, por inusual y dramática, y la mirada del público tan sólo certifica con su asombro, asco, placer o empatía lo sublime del hecho, la belleza inmoral de la que somos testigos.
Esta dinámica de los deseos la tienen bien aprendida los medios de comunicación. Vende el evento que genera a su alrededor las emociones más primarias. La cotidianidad, el sisífico fluir del devenir casero aburre como titular de prensa. Sin embargo, lo extraordinario, teñido por la tragedia y el exceso, es bendecido por el espectador y radiado con pelos y señales por el cuarto poder a mayor gloria del volumen de ventas. El tema da igual. Toros, tornados, tu vecina del sexto, un menor de edad o el ministro de Trabajo. Lo mismo da. La realidad se ficciona a través de las simples reglas del conductismo publicitario. No importa el hecho relatado, sino su estela dramática en el televidente. Su impronta emocional marcará el éxito del telediario, del show rosa o de la batería de anuncios comerciales. Porque pronto todo será olvidado, nadie caerá en la cuenta de que aquel día en aquel lugar demolieron un edificio; que en el número 7 de una calle cualquiera murió una mujer con nombre y apellidos a manos de un energúmeno protohumano; que el hambre sigue azotando países que aprendimos en el colegio y ya no sabríamos situar en un mapamundi; que la vida, ciega, sorda y muda, más allá de la película que nos venden cada día en los medios, duele. Que las astas matan, el fotosop miente y los cuentos, cuentos son.
Ramón Besonías Román
Es un poco más de lo ya hablado (escrito) por ti y por mí recientemente. Somos lo que proyectamos y aprendemos lo que proyectan los demás. No, fatalmente, lo que son. Lo de Tomás es parafernalia pura. Es un torero, y a los toreros les pasan esas cosas. Los pillan los toros. A los albañiles no los van a pillar. Los albañiles se caen del andamio y se parten un brazo o se matan. Y no ocupan espacio en los medios de comunicación. Razonablemente, claro. Lo de Tomás es un espectáculo. Uno completo, narrado como espectáculo y concebido como espec´taculo. Al que cuenta la actualidad le interesan las cornadas. En todas sus extensiones. Le interesa el morbo. La sangre. No vende la paz: vende la guerra. Es muy tarde, amigo Ramón. Estoy molido. Buenas noches.
ResponderEliminarMuy interesantes los artículos.
ResponderEliminarGracias por la visita.
Saludos!