Publicado en el diario Hoy, 18 de mayo de 2010
Era el único picapedrero de Alburquerque. Quién si no él pudo haber construido aquel puente. Primero llegaron los de un bando. «Derríbalo», le ordenaron. No mucho después pasaron por el pueblo las tropas del bando contrario. «¿Por qué derribaste el puente?» Y el picapedrero acabó sus días frente a un improvisado paredón, sin mayor delito que su oficio.
Ésta es una de las miles de historias narradas a viva voz por los que sobrevivieron a la aciaga estela de miseria y dolor que deja cualquier guerra. Décadas después bien podrían ser sus hijos quienes, no por gusto y sin ganas, contaran a los más jóvenes -aquellos a los que la guerra suena a libro de texto y los derechos humanos a obligación ganada gratis- la triste crónica de aquellos días sin luz, donde un plato daba de comer a todos los de la casa y cada mañana se agradecía como un nacimiento. Sin la memoria de los vivos, estas historias se perderían y de sus protagonistas quizá ni siquiera se sabría que existieron, que amaron, que tuvieron ilusiones de un futuro que pronto quedaría truncado.
Afirma Eduardo Galeano (Memoria del fuego, 1982-1986) que nuestra responsabilidad moral y emocional como descendientes es «pasar por la historia el cepillo a contrapelo», narrar el relato de quienes ya no están, los hechos que ningún maestro contará en las escuelas porque la Historia (con mayúsculas) la escriben aquellos que marcan a su antojo las cartas. Sin embargo, por mucho que aquellos que detentan el poder amordacen las voces que reclaman el despertar de un pasado largo tiempo dormido o acallado, tarde o temprano acaban oyendo su eco vindicando la restitución de su memoria.
¡Cómo si no podríamos explicar el emocionado adiós del pueblo polaco a su presidente! Lech Kaczynski no murió en un lugar insignificante. Su avión cayó en Katyn, una ciudad que para los polacos recuerda la ejecución de 22.000 compatriotas, víctimas del estalinismo, no reconocida nunca por el gobierno soviético ni en la época del control comunista ni ahora que la Historia hace imposible seguir ocultando la verdad. Katyn vuelve a la memoria de los polacos, como si la muerte de Kaczynski hubiera sido un triste tributo con el que pagar décadas de silencio. Hasta el presidente Putin ha aprovechado el momento para realizar gestos de reconciliación, sin llegar con ello a reconocer públicamente los hechos, pero incluso este tímido acercamiento resultaría inverosímil antes de la muerte del presidente polaco.
Como en Polonia, los descendientes de aquellos que murieron en cualquier contienda piden a gritos la restitución de su memoria, no ya con gestos públicos de reconocimiento que permitan por fin la sana reconciliación de esas dos Españas que nos helaron el corazón -esto sería lo deseable-, sino cuando menos con un ademán de empatía o de sensibilidad moral que posibilite enterrar a sus muertos con nombres y apellidos. Sin embargo, en nuestro país los ciudadanos seguimos siendo testigos perplejos -en no pocas ocasiones, hay que reconocerlo, también cómplices beligerantes- de una inquietante polarización cada vez que se toca cualquier cuestión relacionada con nuestra memoria histórica.
La reciente querella impuesta por prevaricación contra el juez Garzón, en relación a las supuestas irregularidades en su investigación del franquismo, no hace sino agravar aún más el posicionamiento extremo e irracional que enfrenta una España contra la otra, reproduciendo los viejos partidismos fanáticos que nos llevaron a una guerra civil. Desde los medios, observamos cada día titulares que arengan a la ciudadanía al descrédito del otro y la exageración insidiosa: el Tribunal Supremo como «cómplices de las torturas», «a Garzón le llega su merecido». Demonizar o santificar, blanco o negro, seguimos bajo los patrones que prolongan con esperpento nuestra insana querencia por un pasado al que no queremos mirar de frente, sin rencores y sin tapujos.
¿A quién interesa seguir fabulando este serial de antagonismos? ¿En qué medida esta polarización favorece a las fuerzas políticas para asegurarse tajada electoral? El centrismo de la sensatez, la conciliación de pareceres, es una demanda popular que clama a gritos. Exigir de nuestros políticos esta actitud empática, que no dócil, es un ejercicio urgente de democracia.
Pero quizá aún no aprendimos que la Democracia no es tan sólo un sistema formal de elección de presentantes, sino una oportunidad privilegiada para ejercer con libertad nuestra tolerancia -no confundir con ingenua complacencia hacia la estupidez- con los que piensan de manera diferente a nosotros. Para ello debemos reconocer la obviedad de que la memoria es plural y que sólo sana cuando el que en el pasado fue tu adversario, hoy llora contigo y tú con él a sus muertos.
Hoy Polonia, quizá mañana aprendamos nosotros.
Ramón Besonías Román
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