Paraísos de cristal



Cuando contemplo esta escena estacional, no me intrigan tanto las razones por las que reyes, príncipes, princesas y la cohorte que la acompaña se prestan a tan prosaica actividad, solazando su piel soberana, exponiendo su intimidad al escrutinio público. Lo que verdaderamente me mantiene perplejo es la difícil respuesta a por qué una ciudadanía ilustrada y exenta ya de guardar cualquier tipo de pleitesía forzosa a quienes tiempo atrás gozaban de una legitimidad originada del poder divino y cuya infalibilidad no podía ser cuestionada, sigue sintiendo un placer reverencial por la vida privada de la familia real. E imagino que por muy civilizados que podamos parecer, un poso de misterio prehistórico permanece latente en algún oscuro rincón de nuestro ácido desoxirribonucleico. Por mucho que creamos ser inmunes, seguimos admirando la numinosa eternidad de aquellos que gozan de un respeto, dote, cargo o poder del que nosotros carecemos. 

Este voyeurismo pretende inútilmente, a través del acto contemplativo, absorber la ilusión de libertad, fama y despreocupación que aparentan estos personajes, y hacerla nuestra, a modo de placebo fugaz. Es una empatía similar a la que nos produce sentir como nuestra en una película la tristeza o alegría de los personajes. No queremos ser ellos, sabemos que no somos ellos, sabemos que nunca podremos ser ellos, pero nos gusta contemplar a través de la mirilla sus vidas prodigiosas e imaginar que detrás de ellos se esconde un paraíso oculto al resto de mortales. El aficionado a las revistas del corazón o el reality reproduce involuntariamente las emociones de aquellos a los que contempla, las fagocita con avidez. Mi abuela, merecedora del premio Stanivslasky, solía responderle a los personajes de las telenovelas, advirtiéndoles de sus errores o ayudándoles a tomar decisiones difíciles. Llegaba un momento en que no sabía si estaba sentada en su casa o se había transmutado en un personaje más de la trama. 

El consumidor habitual de pulp fiction no se conforma con contemplar las escenas; concibe las imágenes como entornos hipertextuales, interactivos. Las imágenes le hablan y él debe responder. Igualmente, mantiene una relación dualista con la trama. Por un lado, venera, admira, se deja subyugar por el boato luminoso de los cuerpos perfectos y la pirotecnia escenográfica, pero también necesita purgar su lealtad a través de la crítica. Como si sintiera remordimientos por ser tan ingenuo, tan vulnerable a la superficialidad ajena, escupe sobre sus ídolos, les increpa, se siente traicionado por ellos, está ojo avizor a cualquier detalle que revele que su inmortalidad es en realidad impostada. Su relación con la tribu mediática es promiscua; no se mantiene fiel a una deidad durante mucho tiempo, aunque tenga sus preferencias exquisitas. Deseamos entrar a formar parte de su paraíso de cristal, pero a la vez sentimos el impulso de desmitificar su relato, de castigar su insolente perfección. De lo contrario, ¿qué somos nosotros?, ¿meros mortales, embobados con la contemplación de los dioses? Humo quizá. Nada. El ojo que mira la vida a través del espejo de nuestros deseos, de los huecos que fuimos dejando en cada duelo.

Ramón Besonías Román

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