Nada puede ser como antes



Quizá para el atribulado ciudadano contemporáneo, que anhela con fruición anticipada la llegada de las vacaciones, el ocio sea un derecho constitucional irrenunciable, pero si retrocedemos apenas un siglo es probable que la mayor parte de los europeos premodernos desconocieran el significado del término ocio, un invento cultural ideado por la mente aristocrática de los griegos clásicos. Para el griego, el ocio era una condición natural de la que disfrutaba por consanguinidad todo ciudadano libre. Aquel que detentaba un poder económico heredado sabía que podía disponer de su tiempo a libre albedrío, tanto para engordar sus negocios como para dedicarse con deleite a la vida contemplativa, en busca de respuestas a los misterios del vasto universo conocido. Los griegos establecieron una frontera socioeconómica entre clases, en la que se demarcaba paralelamente la posibilidad de disponer o no del tiempo como un patrimonio intransferible. El ideal del sabio griego se define por su libertad para autodeterminarse a través del tiempo, para decidir si escribir, leer, viajar o simplemente solazar su osamenta hasta quedar traspuesto. Sin ocio, el ser humano no es libre; fuera del ocio, solo cabe el sometimiento y la esclavitud. Esta concepción del ocio ha pervivido hasta nuestros días sin perder apenas significatividad. El ciudadano contemporáneo parece vivir solo cuando es rescatado de su agenda laboral; mientras trabaja, permanece en una especie de letargo temporal, una crisálida estacional de la que solo puede ser rescatado cuando disfruta de vacaciones.

Hasta el nacimiento de la Sociedad del Bienestar el ocio y las vacaciones eran patrimonio de unos pocos privilegiados, bendecidos por una renta sustanciosa, en la mayor parte de los casos hereditaria. Durante la Edad Media, los jueces disfrutaban de un tiempo de solaz esparcimiento durante el verano, ya que durante este periodo el trabajo menguaba. Pero quienes realmente convertirían el veraneo entre las clases altas como una costumbre generalizada serían los aristócratas franceses del siglo XVIII; a ello contribuyó el desarrollo de las comunicaciones terrestres. El ferrocarril permitió que incluso las clases menos agraciadas pudieran escaparse a lugares no muy remotos ni exóticos, pero donde olvidar el mundanal ruido de la ciudad y sus afanes. El primer gobierno en reconocer las vacaciones pagadas como un derecho constitucional fue el francés, allá por 1936. A él se unirían tras la Segunda Guerra Mundial buena parte de los países europeos. El desarrollismo económico a partir de los años 50 haría el resto. Nacería la clase media como la clase más extendida, quien copiaría miméticamente los hábitos de vida de la burguesía. Un ejemplo de esta asimilación cultural es la inclusión dentro de las casas de clase media de un salón impoluto en donde no se hacía vida familiar, pero que servía para quedar patente ante las visitas la ostentación y el orgullo de haber pasado gracias al esfuerzo personal a formar parte de la rutilante clase media. Ciudadanos que durante su infancia solo habían conocido penurias y aprietos, lograron en los años 50 y 60 ofrecer a sus hijos una educación, tres comidas diarias y decenas de gadgets que hacían la vida más confortable. En un principio, las formas culturales de esta nueva clase emergente mimetizaban la vida de la burguesía, copiaban hábitos, gustos y costumbres, adaptándolas a su nuevo estatus. Entre estos hábitos se encuentra el turismo vacacional. 

Es evidente que las luchas obreras contribuyeron de manera decisiva en la consecución de los derechos laborales, entre ellos el derecho a disfrutar de un tiempo de ocio semanal (domingo) y otro anual, al que llamamos vacaciones. Pero este sistema de compensación laboral se ajustó como la seda dentro del nuevo modelo de capitalismo, centrado en el consumo de bienes. Mientras unos trabajaban, otros tenían tiempo para consumir y así mover la rueda imparable del sistema económico. El ocio es el hijo primogénito del capitalismo consumista del siglo XX. En siglos pasados, hubiera sido impensable que una gran masa de ciudadanos pudiera disponer de tiempo y dinero para comprar bienes secundarios. Hoy, o por lo menos hasta hace poco, numerosas familias de clase media podían permitirse el lujo de llevar a sus hijos al extranjero para que aprendan idiomas, o alquilar una quincena o un mes una casa rural durante el verano. Esto era décadas atrás patrimonio de la burguesía y la aristocracia. Desde los años 50, Europa ha aumentado el nivel de vida de la ciudadanía, haciendo extensible el estilo de vida burgués de siglos anteriores.

La actual crisis económica ha debilitado este modelo; disminuyendo el nivel adquisitivo de la clase media, se ataca el centro neurálgico del sistema. Pero no solo lo ha debilitado, sino que también lo ha puesto en entredicho. Nos ha obligado a cuestionarnos si es posible seguir sosteniendo un modelo de sociedad como el que hemos heredado del siglo XX. El consumo exponencial ha demostrado que agota a mayor velocidad los recursos energéticos y alimenticios del planeta, además de generar numerosos residuos y riesgos medioambientales. Por otro lado, la globalización de la economía es cierto que ha enriquecido a una parte de la población, pero también ha generado capas de pobreza enquistada, de las que se aprovecha el propio sistema para seguir engordando sus dividendos. Sin embargo, nadie dentro de Occidente desea reducir su nivel de vida para mejorar el del resto. Es impensable un modelo sostenible sin tocar de manera radical las formas de vida que hasta ahora hemos adoptado.

Por otro lado, la crisis genera miedo e inseguridad ante la expectativa agorera de poder perder los derechos adquiridos hasta ahora. Esta zozobra crece cuanto mayor es la renta del ciudadano. A su vez, aquellos que poseen mayor poder adquisitivo aprovechan esta situación de incertidumbre para crear miedo entre la clase media y así asegurar sus puestos de privilegio en el sistema. La crisis económica ha demostrado el auge de un modelo de justicia social basado no en una redistribución de la riqueza que asegure para toda la ciudadanía el mantenimiento de derechos básicos, sino en un modelo conservador y ultraliberal que supedita el bienestar mínimo de la mayor parte de la población a la seguridad de unos pocos, es decir, aquellos que sostienen el sistema financiero, aquellos que juegan con el dinero ajeno a fin de generar más dinero. Los ciudadanos no tenemos la confianza en que aquellos que más tienen y, sobre todo, aquellos que más han contribuido a generar esta crisis, estén sacrificándose más que la clase media. Esto debilita profundamente los principios morales en los que se asienta nuestra Constitución y mina la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas.

La lógica impone que debiéramos aprender de los errores del pasado y reajustar el viejo modelo capitalista de consumo imparable y libertad absoluta de los mercados financieros, en favor de un sistema sostenible en el que todas y todos -especialmente aquellos que disfrutamos de una buena renta y una vida holgada- debemos ceder bienestar a cambio de justicia social. Mal que nos pese, la crisis nos ha enseñado que nada puede ser como antes.

Ramón Besonías Román

1 comentario:

  1. Efectivamente, estamos aprendiendo que nada va a ser como antes pero me temo que esa enseñanza hoy está solo para las clases medias y bajas, ya que los poderes económicos han entrado en esta crisis para poder mantener su propio status tal y como estaba (me refiero a las personas, no a las instituciones que regentan). Yo me pregunto si esta situación será duradera o si volveremos a ser golpeados cuando los de arriba caigan por la podredumbre en la que se cimenta su posición.

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