El síndrome Bartleby



No sé si usted ha leído el estimulante relato de Melville, Bartleby, el escribiente. Si no lo ha hecho, no reste más tiempo y póngase manos a la obra. No leerlo es perderse una pieza maestra de la literatura universal. Bartleby es contratado por un abogado saturado de trabajo. Cuando éste le requiere para que revise con él un documento, responde impávido: «I would prefer not to» (preferiría no hacerlo). Una y otra vez, Bartleby se niega a colaborar. No abandona su puesto de trabajo; es más, ni siquiera se va a dormir cuando termina su jornada laboral. Permanece en su puesto a perpetuidad, ante la perpleja mirada de su jefe, quien resignado ante la actitud insólita de su empleado, decide trasladar sus oficinas a otro lugar. Los nuevos inquilinos se encuentran a Bartleby allí, petrificado, en su puesto. Pasa el tiempo y la policía lo encierra por vagabundo. Morirá de hambre en la cárcel. Nadie comprende por qué Bartleby decidió un día permanecer indolente en su puesto de trabajo, sin hacer nada.

Bartleby no es Godot. Este esperaba al menos algo o a alguien que no acaba por llegar. Bartleby, sin embargo, no da muestras de ningún propósito; simplemente toma una decisión: rehusar su colaboración con el mundo. Bartleby padece una especie de amiotrofia moral; progresivamente va perdiendo su capacidad de actuar, hasta que muere.

Hoy he tenido junta de evaluación. (Para quienes no lo sepan aún: soy profesor de enseñanza secundaria.) Pasábamos revista a la trayectoria académica de los alumnos de primero de Bachillerato y cuando llegamos a una alumna, todos coincidimos, indignados, en la sensación de que nos había tomado el pelo durante todo el curso y que irremediablemente acabaría, a causa de un vacío legal, saliéndose con la suya. No solo ella, en realidad cuatro alumnas habían recurrido a igual estrategia.

Resumiendo: no es el primer año que algunos alumnos de Bachillerato se inscriben en el curso, pero no realizan tarea alguna. Cuando deben hacer un examen, se presentan, pero lo entregan en blanco. Asisten a clase con cierta asiduidad, lo suficiente como para no perder derecho de evaluación. No molestan en clase; más bien, lo contrario. Permanecen un día tras otro sentados, sin pestañear, sin hacer nada. ¿Por qué? Porque han solicitado al Ministerio derecho a beca, y para obtenerla tan solo deben demostrar un absentismo sostenible y presentarse a los exámenes, independientemente de la nota que obtengan. Nada más; no se les exige que trabajen en clase o que demuestren un mínimo de competencia. Solo deben hacer acto de presencia y entregar los exámenes en blanco. Con estos requisitos basta para obtener beca. Hace unos años, este fenómeno no dejaba de ser meramente anecdótico y aislado. Pero ahora es más cada vez más habitual.

Sin embargo, lo que llama mi atención de este fenómeno no es tanto la picaresca del alumno, en connivencia con sus padres; tampoco la falta de sensibilidad de las instituciones educativas a la hora de impedir este tipo de injusticias. Lo que me inquieta es el estoico sacrificio de estos alumnos, su enconada actitud silente y pasiva, mes tras mes, sin hacer nada. Estos días he pensado en ello y creo ver en su pose insobornable una metáfora explícita de este siglo cambalache, primo hermano de su precedente. Frente al modelo popular del indignado estacional, vomitando en plazas y redes sociales su irresoluble perplejidad, crece a pasos titánicos una actitud aún más extendida y revolucionaria, similar a la adoptada por el escribiente del relato o los inertes zangolotinos de Bachillerato: no hacer nada, entregarse con fe incombustible a la indolencia, sin esperar ni suerte arbitraria ni males aciagos. Nada, solo permanecer quieto, ausente; con resiliente masoquismo, claudicar ante cualquier posible futuro. Sin acritud, sin autodefensa.

Algunos quizá vean en esta actitud un gesto de mera parsimonia, fruto de la edad o alentada por estos tiempos sin moral ni carácter. Quizá sea así. Pero no todas las revoluciones vienen acompañadas de puños en alto o estelas de cadáveres. Creo ver en este síndrome Bartleby una suerte de desobediencia pasiva, un grito mudo, un síntoma sin síntomas. De alguna forma, los jóvenes nos lanzan con su obstinada parálisis un mensaje cifrado, un ese-o-ese sin palabras, que podríamos interpretar erróneamente como una mera pose hormonal.


Debiera ser imperativo para todo adulto aprender a oír crecer la hierba a nuestro paso.

Ramón Besonías Román

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