Por qué soy socialista



Ortega y Gasset solía recomendar a sus alumnos un ejercicio saludable: pensar al menos unos minutos cada día. Un pensamiento no impostado, no inducido, no transferido; un pensamiento propio, resultado del masticado mental, no del refrito tuiteado, del titular diario o la conversación de barra. Pensar desde dentro, sin red. Cuestionarlo todo, para quedarse después solo con aquello que realmente merece la pena, libre -al menos en parte- de prejuicios, de taxonomías rediseñadas en la botica mediática o de patologías del deseo. 

Para responder a la pregunta del título de este artículo es necesario acogerse sin resistencia a la recomendación de Ortega. De lo contrario, tan solo reproduciría los mismos tópicos comunes, catecismos y salmodias que inundan cada segundo redes sociales y medios tradicionales a mayor gloria de la religión de cada cual. Si a esto añadimos que el asunto que debemos dilucidar se mueve en el terreno pantanoso de las ideas políticas, más aún debemos ser cuidadosos de no prestar atención a otros argumentos -Descartes dixit- que aquellos que se presenten en nuestra mente como claros y distintos.

La pregunta del título está en realidad inspirada en la famosa conferencia que diera el maestro Russell, Bertrand Russell, allá por 1927, titulada Por qué no soy cristiano; una lectura que recomiendo a todo aquel que desee saber qué es eso de pensar libremente. Russell comienza su discurso reconociendo que no se puede responder a una cuestión compleja si primero no definimos con claridad los conceptos que incluimos en ella. No puedo intentar responder a la pregunta por qué soy socialista si primero no me aclaro a mí mismo acerca de qué quiero decir cuando digo socialista. Ahora bien, si decido tirar por el cómodos atajo del diccionario o cortar y pegar de aquí y allá tópicos y frases hechas acerca de la esencia del buen socialista, no haría sino ser deshonesto con mi empresa. No deseo saber qué es ser socialista en un sentido mayestático o conceptual, sino preguntarme por qué yo, Ramón Besonías, puedo adjetivarme a mí mismo como socialista. Me interesa el socialismo como una actitud moral, una impronta emocional.

Lo sensato es comenzar con mi tradición familiar, hacer arqueología biográfica, en busca de vestigios que hayan inducido en mí cierta sensibilidad política. Mi padre era y es un votante adaptativo, estacional; votó a Suarez cuando tocaba, al PSOE en su edad de oro, y ya en la última legislatura socialista fue mudando su pelaje hacia el conservadurismo de Aznar. Hasta la fecha sigue siendo fiel al PP, por pura inercia biorítmica; está demasiado cansado como para seguir mutando sus querencias. Demasiado tarde para cambiar de religión. No recuerdo de entre el catálogo de flashes de infancia ningún suceso que pueda insertar en el timeline de mi querencia hacia la izquierda. Si acaso podría contar que muy cerca del domicilio familiar existía una Casa del Pueblo a cuyo salón de actos solía asistir para disfrutar de lo que con el tiempo se convertiría en un vicio saludable que aún perdura: el cine. Cada fin de semana proyectaban allí películas antiguas de aventuras que embebía con placer. Flanqueando la sala de proyecciones, recuerdo los retratos faraónicos de los santos padres del socialismo protohistórico: Lenin, Marx, Iglesias. Solo tras una infancia sorda a preocupaciones más allá de mi entorno más próximo, me enteré de quiénes eran esos insignes señores. Ninguno de mis familiares estaba metido en política; ni siquiera era por entonces un tema recurrente en las comidas caseras. El guión político dentro de mi familia era como el de las mayoría de españoles de los 70: sordo, mudo y ciego.

Estoy convencido de que mi primera influencia política fue mi madre, una mujer tradicional en cuanto a las costumbres, pero sensible a las miserias ajenas. Mi madre fue mi primer referente moral, la primera persona a la que conocí una cierta sensibilidad hacia lo trascendente. Ella fue la que indujo en mí un sentido espiritual de la existencia, quien demostró no tanto con argumentos, sino con hechos irrefutables, la importancia de preocuparte por alguien más que no sea tú mismo. Puedo afirmar sin equivocarme que mis inquietudes políticas surgieron a partir de mi sensibilidad religiosa. De hecho, aún sigo pensando que existe un hilo grueso y resistente que une ambos humanismos, el cristiano y el socialista. 

Cuando allá por 1982 me trasladé de Euskadi a Extremadura, tuve la suerte de conocer a un grupo de jesuitas singulares, comprometidos con las minorías sociales, sensibles a las necesidades de los ciudadanos más desfavorecidos, en una época en la que el clero no se caracterizaba especialmente por su compromiso social. No solo influirían en mí sus firmes convicciones humanistas; en la misma raíz de la espiritualidad ignaciana encontré un marco ético sobre el que asentarían buena parte de mis valores políticos y de mi concepción de la naturaleza humana. Ignacio de Loyola combina dos elementos que a mi juicio constituyen principios esenciales sobre los que debe sostenerse cualquier acción política: la firme creencia en la libertad individual y el compromiso social con la justicia. La espiritualidad ignaciana concibe la relación con Dios como un proceso de descubrimiento en el que nada sucede si el creyente no lo quiere. La voluntad de Dios nada puede sin el arbitrio de la voluntad humana. Cada individuo tiene una historia personalizada con Dios. El respeto por la libertad de conciencia, la convicción en que la verdad nos hará libres, es una de las claves que configuran el universo ignaciano y a la que desde hace mucho tiempo intento ser fiel. 

Otro de los emblemas morales de la espiritualidad ignaciana es la base emocional de su querencia por la justicia, su honesta lealtad con un proyecto social en el que el progreso no puede ser sostenible si no lleva aparejado la obtención de bienestar para todos, sea cual sea su condición económica. El compromiso con las clases más desfavorecidas por el sistema debiera ser el eje primordial de todo proyecto socialista, incluso si con ello viéramos afectados nuestro propio interés personal. 

Pese a no ser a día de hoy una persona creyente en el sentido estricto del término, sería deshonesto no reconocer la importancia que han tenido mis experiencias espirituales a la hora de configurar mis afectos políticos. 

Como habrá comprobado mi paciente lector, mis ideas políticas no provienen de una tradición familiar, ni están causadas por mi proximidad con círculos cercanos a grupos políticos de izquierda. Mi afinidad con la vida política es reciente. Carezco de una cultura de partido, desconozco en qué consiste la lealtad política o la disciplina de partido; más aún, he sido y seguiré siendo un firme crítico de la mecánica subterránea que caracteriza a la actividad política. Mi sensibilidad política proviene de mi experiencia vital, de mi biografía emocional. Soy socialista como una consecuencia lógica de mis convicciones morales. No nací socialista, ni siquiera tengo la confianza en que acabe mis días fidelizando su catecismo. Considero que los valores socialistas son aquellos que mejor expresan mi universo ético, pero no soy esclavo de ellos. Apelo más al universalismo humanista que vertebra nuestra Constitución que a la lealtad política. Detesto los prejuicios maximalistas, vengan del flanco que vengan. Sospecho de toda organización política que quiera hacer converger en un mismo credo a su feligresía. Digo no a todo aquel que espera de ti una fe ciega sin dejar hueco al libre pensamiento y el intercambio de ideas. Detesto la pleitesía al poder y creo profundamente en las responsabilidades y los liderazgos compartidos. 

Llevo apenas un año afiliado al PSOE y con la misma convicción con la que me comprometo a edificar un proyecto ilusionante, arremeto contra las mezquindades políticas que observo cada día en el partido. Detesto a aquellos que intentan convertir el PSOE en un cortijo personal; a aquellos que confunden aposta lealtad política con clientelismo; a aquellos que creen que solo se puede acceder al poder a costa de sonrisas impostadas y acuerdos de callejón; a aquellos que sacrifican su honestidad y la de otros para conseguir apoyo político; a aquellos que practican el despotismo ilustrado con la militancia -como harán después con sus votantes-, alzándose como líderes de un proyecto colectivo para después hacer de su capa un sayo. Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Estoy convencido de que todo proyecto político de izquierda debe basarse en un profundo compromiso con la ciudadanía, especialmente aquella que sufre los efectos perversos del sistema. La ciudadanía, en caso de conflicto, debe situarse por encima de cualquier afecto o fidelidad al partido. Todo aquel que quiere formar parte de un proyecto político se debe a la ciudadanía, de la que es parte y a la que sirve. Por esta razón soy socialista.

Ramón Besonías Román

1 comentario:

  1. EXTRAORDONARIA ESA FORMA DE PENSAR Y CONCEBIR SER SOCIALISTA.

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