Arrobad@s



Haz la prueba. Entra en Google y escribe "Manual de lenguaje no sexista". Te saldrán aproximadamente 229.000 resultados en 0,21 segundos y casi ninguna entrada viene avalada por expertos en Lengua Española, pero sí por instituciones políticas. Hace tiempo que se viene observando desde diferentes organismos públicos y grupos políticos de izquierda la tendencia a imponer el uso de un lenguaje -llamado no sexista- dentro y fuera de la vida pública española, a través de recomendaciones y, en ocasiones prescripciones de obligado cumplimiento para políticos y trabajadores públicos. Proliferan por la red cientos de manuales con recetas variadas acerca de cómo debe usarse o no la lengua española en aquellos casos en los que algunos receptores pudieran sentirse dolidos o ninguneados por la elección de determinadas palabras en las que el sexo femenino parece, a su juicio, desaparecer del discurso, predominando un uso androcentrista de la lengua. Contra esta tendencia, proponen un correctivo lingüístico, convencional e involuntario; proponen forzar el uso natural, socializado, de la lengua, incluyendo reglas de reeducación comunicativa. 

Este proceso comenzó con la inclusión de un lenguaje no sexista en los documentos oficiales y en los textos educativos, para que poco a poco y por mera costumbre se fuera extendiendo en la vida privada de la ciudadanía. Esta estrategia de reeducación lingüística es similar a la que algunos nacionalismos han ido imponiendo a sus conciudadanos, a fin de extender el uso de su lengua foral en su Comunidad Autónoma. Así, en unos años hemos visto cómo algunos ciudadanos piensan dos veces antes de escribir ciertas palabras, optando por aquella acepción que sea más sensible a la pluralidad sexual de sus lectores. Por ejemplo, eligen decir "ciudadanía" en vez de "ciudadanos". Aquello que en principio parecía un esnobismo ilustrado, poco a poco se está incorporando de forma natural en los discursos escritos. Aunque en ocasiones los excesos de celo acaban desvirtuando la intención originaria de estas correcciones. Es el caso del símbolo @, la arroba cibernética, que en muchos discursos se utiliza como un signo lingüístico que pretende englobar el masculino y el femenino en un mismo término, asexuado.


Sin embargo, la pulcritud que manifestamos en un lenguaje escrito no se aplica con igual determinación cuando hablamos; en este caso, tendemos a seguir usando el repertorio que por educación y hábito hemos aprendido. No se pueden cambiar los usos de la lengua hablada, recurriendo a políticas de imposición lingüística. Podemos ir incluyendo en la vida pública un uso más adecuado de la lengua, pero a nivel privado las imposiciones acaban siendo un agravante que puede provocar el efecto contrario.

El lenguaje escrito, especialmente aquel que requiere de nosotros rigor y univocidad, puede y debe, en la medida de lo posible, ajustarse a las intenciones reales del autor. Sin embargo, el habla, el diálogo, la charla familiar, el debate público entre iguales, está sometido a otras reglas, más flexibles y dependientes no tanto de normas lingüísticas previas, como que factores sociales y culturales, solo evaluables dentro del contexto en el que se inserta el acto comunicativo. Cuando hablamos, no siempre coincide lo que decimos con lo que realmente queremos decir, ya que a menudo recurrimos a giros idiomáticos, metáforas, una gran variedad de recursos con los que singularizamos nuestro verbo. A esto hay que añadir elementos auxiliares que influyen de manera decisiva en la interpretación de nuestra conversación, tales como el tono de voz, la comunicación no verbal que acompaña a nuestras palabras o la relación social que existe entre los hablantes.


No es lo mismo el lenguaje formal, sujeto a reglas que exigen ser entendidos estrictamente por lo que se decimos, que el habla coloquial, menos constreñido a la comprensión por el solo hecho de poseer una estructura sintáctica y semántica adecuada a la verdad o intención del hablante. De ahí que podamos ser exigentes en nuestra forma de construir nuestros discursos cuando debemos ser entendidos por un público heterogéneo o en el contexto de una comunidad técnica o científica; pero nuestras conversaciones cotidianas solo pueden ser evaluadas remitiéndonos al contexto comunicativo, a la casuística intersubjetiva. Sería absurdo e inútil imponer un habla no sexista a través de reglas cerradas de delimiten nuestro vocabulario. La elección de las palabras en un acto ilocutivo o perlocutivo dependen del hábitat comunicativo en el que se dan y deben ser evaluadas solo por los protagonistas del diálogo, nunca por agentes externos, que tan solo desvirtuarán la intencionalidad del discurso, imponiendo una moral impostada.

Sin embargo, cuando representamos un rol social, tenemos una responsabilidad pública o deseamos construir un discurso lógico, de naturaleza científica o sometido a una semántica específica, de tipo técnico o profesional, las exigencias para lograr una comprensión universal del discurso son mayores. Es en estos casos en los que sí debemos autoimponernos una disciplina narrativa que respete la sensibilidad de nuestro auditorio. Y lo haremos con el fin de hacernos entender con mayor claridad, por simple y llana empatía o bien para conseguir de nuestro público una determinada respuesta de adhesión a nuestras ideas o demandas. Poco importa en estos casos si el hablante es o no sincero sobre ciertos asuntos morales; lo importante es ser entendido y convencer. Un ejemplo relevante es la inclusión del lenguaje no sexista en los discursos políticos. Ningún acto de comunicación política está exento de intencionalidad; la ciudadanía debería tenerlo en cuenta cuando escucha a nuestros representantes. Podrá coincidir lo que un político dice con lo que realmente piensa acerca del contenido de su discurso, pero no es estrictamente necesario que así sea. Todo acto perlocutivo se basa en la capacidad de mover a los oyentes hacia determinadas opiniones o acciones. Si lo consigue, es un acto fértil; si no, deberá encontrar otras formas de discurso más convincentes. 


No sucede lo mismo en la vida cotidiana, en la comunicación directa, intersubjetiva. Allí el factor emocional y los códigos no verbales son determinantes para que nuestro interlocutor entienda y se vea afectado por nuestro discurso. Allí una misma palabra, en contextos diferentes, con hablantes diferentes, posee significados dispares. De ahí que sea imposible obstinarnos en imponer una versión universable de habla no sexista. Pero sí podemos educarnos en su aplicación en contextos comunicativos de orden público o profesional, que vaya naturalizando la adquisición de ciertos hábitos y encontrando a través del lenguaje un espacio de valores compartidos de igualdad y justicia. 


Ramón Besonías Román

1 comentario:

  1. Soy alérgico a la alteración del lenguaje por criterios pretendidamente no sexistas. He hecho la prueba que sugerías y me han salido unos cuarenta mil resultados entre los que estaba un manual de la CNT, mis queridos anarquistas, que presentaban una especie de catecismo de buenas maneras para equilibrar la balanza de los sexos en el discurso. Me parece tan artificial el intento que salgo corriendo. No obstante, observo que eso de referirse a la ciudadanía, la patronal, la asamblea… son giros que han calado en lo políticamente correcto y son utilizados frecuentemente. Siento que no participo de esta tendencia en ningún sentido, me produce urticaria. Está claro por qué yo no soy orador político ni tengo ninguna pretensión de acción política. En fin, hasta los anarquistas son mistagogos del lenguaje. ¡Cómo me desagradan los purismos!

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