Esta no es Scarlett Johansson


 



La Modernidad transmutó el goce de la naturaleza por un placebo impostado a imagen y semejanza de la iconografía mental del autor. Esta impostura tuvo como fieles aliados a las nuevas tecnologías, que permiten convertir lo blanco en negro y viceversa, haciendo una hazaña imposible saber qué queda de real entre tanto maquillaje. Pero el exceso de las vanguardias por doblegar a la naturaleza al ingenio del creador ha provocado a largo plazo una reacción dialéctica, alérgica a los artificios dentro del arte. Así, desde hace unos años empiezan a tener crédito popular manifestaciones artísticas que recuperan la voluntad por sugerir en la obra indicios de la realidad cotidiana, estelas de la vida más allá de la ficción estética. Dentro del arte audiovisual, podemos hablar de un repunte del documental, del amateurismo cámara en mano, del plano defectuoso con virado lomográfico. A este fenómeno han contribuido especialmente el éxito de las redes sociales y la aparición de móviles inteligentes, que permiten hacer fotos y vídeos con cierta calidad de manera instantánea y lanzarlos a la nube virtual en unos segundos. Pero la causa principal de este giro estético obedece más a razones sociológicas que técnicas. La posmodernidad comienza a saturarse, ha agotado su discurso hiperficcional, su demanda de teatralidad y esnobismo argumental, provocando que artistas y espectadores demanden un regreso a la realidad, un matrimonio feliz entre physis y téchne. Al igual que en el ámbito político, la ciudadanía demanda una democracia real, el arte popular comienza a buscar una belleza real, entendida ésta no como el acceso a priori a un modelo ideal de perfección formal, sino como gozosa contemplación de la vida a nuestro rededor. Estas nuevas manifestaciones artísticas intentan constatar, registrar, hacer arqueología de lo real, discriminando qué queda de auténtico después de que el mercado lo haya convertido todo en icono publicitario. Podemos ver indicios de esta voluntad en corrientes artísticas como el hiperrealismo de Antonio López, en donde se aprecia la necesidad de educar la mirada del espectador, revelando la belleza subyacente de las cosas cotidianas.

El concepto de belleza contemporáneo se polariza. Por un lado, tenemos la hiperrrealidad a la que nos conduce la saturación de imágenes que nos llegan a través de múltiples gadgets multimedia, mediatizados por un mercado omnipresente que fagocita todo aquello que posee significatividad dentro de la cultura popular. Se trata de una belleza inducida, estandarizada, cuyo poder transgresivo se agota en su necesidad de autorreproducción infinita. Por otro lado, surge en este mismo contexto, auspiciado igualmente por el mismo soporte tecnológico, un ethos reactivo que demanda autenticidad. Se busca un punctum que trascienda la artificiosidad de la imagen, un rasgo singular, que sin necesidad de explicarse, cautive, respire el misterio de lo real. Los seres humanos vivimos rodeados de imágenes perlocutivas que demandan de nosotros una respuesta pavloviana: salivar, crear dentro de nosotros necesidades sociales, aparentemente naturales. Esta intoxicación continuada provoca que la mente segregue por sí misma defensas contra el veneno, pidiéndose espacios de intimidad, lugares donde la luz del foco, la seducción del merchandisin no le atrape. La búsqueda de un nuevo modelo de belleza se produce por la necesidad de generar relaciones no mediatizadas, ajenas al mercado que todo lo ve.

La belleza está en las relaciones interpersonales no inducidas, aquellas que fabrica el azar y regamos por propia voluntad. Siempre que contemplamos una fotografía familiar, gozamos con el detalle singular, la huella personal que quedó impresa en la película y pocos más allá de uno mismo pueden apreciar. El arte se convierte en una experiencia fenomenológica, un acto de manifestación de una verdad revelada en el encuentro mismo entre nuestra memoria emocional y la potencial materia numinosa de la obra.

Esta concepción estética, enraizada en el arte popular, posee, sin embargo, un carácter eminentemente trágico y regresivo, casi infantil. Buscamos dar esquinazo al artificio escénico que nos rodea, pero no podemos crear por nosotros mismos nada auténtico sin su mediación.

* La modelo de la fotografía es la famosa actriz estadounidense Scarlett Johansson.

Ramón Besonías Román

4 comentarios:

  1. Desde el mono desnudo hasta nuestros días el ser humano se ha venido maquillando, tatuando y disfrazando tratando de modificar la "realidad" con distintas finalidades, sin descartar la fascinación para uso propio tanto en su vertiente narcisista como seductora. En alguna de sus manifestaciones contemporáneas, hasta los más contestarios adoptan looks provocadores reinventando el concepto de belleza con una impostura alternativa. Por tanto, Ramón, yo sí creo que esta es Scarlette Johansson y me gusta verla así más que con bigote y oliendo a sobaquina. En los años 60 algunos pogres de vía estrecha consideraban usos y vicios pequeñoburgueses hasta el aseo personal y "vestir bien" y ponderaban como señas de identidad revolucionaras el descuido personal, los eructos y las ventosidades en público y otras "exquisiteces" de corto recorrido, enalteciendo el feísmo como paradigma de la nueva estética. ¿Piel suave o lija? ¿Desodorante o aroma de tigre?
    El séptimo arte nos ha dejado una estela de glamour y "lingerie" en el enaltecimiento del ideal estético de sus mitos que se traduce en una estela de placer -placebo o impostura, ¿qué más da?- para un disfrute tan insoslayable como irrenunciable.

    Ramón, te pido excusas si no hablamos de lo mismo.

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  2. Sí, creo que habláis de lo mismo. Formas que circundan la única realidad fiable: que todos tenemos un concepto de belleza. Que, en su extremo, no existe lo hermoso sino la faciidad con la que un ojo se percata de que algo, en efecto, hermosea, esplende, consigue provocarle un aneurisma óptico casi. Tengo la foto de Scarlette para un post. Será de esta guisa. Un placer siempre leeros.

    Lo de Santos, Ramón, está ya firmado.

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  3. Nuestra relación con la tecnología, con la representación que supone de la realidad es ya irreversible. No existimos convincentemente fuera de la red. La belleza es así, mediática, efímera, superficial… Los seres humanos han incorporado la tecnología a su ADN vital, igual que incorporó las letras a través de la imprenta. Nuestra imaginación durante cinco siglos ha estado condicionada por la literatura. Eso ha dejado de ser (para bien y para mal). Somos máquinas deseantes conectadas permanentemente, y un beso es un beso en realidad pero necesitamos transcribirlo tecnológicamente. Tal vez una temporada en África me llevaría a alguna otra conclusión. Lo anhelo.

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  4. A eso me refiero en el texto, Joselu. Esta idea de belleza es occidental. Otros pueblos aún saben que la leche viene de la vaca y no del Tet(r)aBrick.

    Viajar es un ejercicio excelente para desentumecer los sentidos.

    Buena semana, amigos, y más veces.

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