La importancia de llamarse Ernesto



A Hemingway lo descubrí gracias a mi madre. Allá por los setenta, la literatura universal la difundían representantes editoriales casa por casa, que te vendían el lote completo a un asequible precio mensual. Mi madre se hizo con una colección de obras contemporáneas, entre las que se incluían algunas novelas de Ernest Hemingway, como Adiós a las armas, El viejo y el mar, Por quién doblan las campanas o Fiesta. Las primeras lecturas de Hemingway te dejan aturdido, con una cierta sensación de haber sido vapuleado por vidas ajenas, mucho más interesantes que la tuya propia. Después de leer varias novelas de este premio Nobel y de haber crecido tú mismo como persona, empiezas a comprender su universo y la raíz trágica y despiadada de su concepción de la naturaleza humana. Somos seres vivos, organismos pluricelulares complejos, mamíferos pensantes que pese a nuestra tendencia a racionalizarlo todo, no podemos hacer otra cosa que responder a nuestro propio destino, una fuerza natural que nos impele y fuerza a actuar, obviando las demandas del sentido común o la lógica. Un hombre debe hacer lo que debe hacer; así ha sido antes y así lo será siempre. Estar vivo es responder al presente, plantarle cara. Hemingway concibe la vida como un pugilato constante, una lucha contra el tiempo. Quien no actúa es como si no hubiese vivido; la pusilanimidad es el mayor pecado humano.

Este mapa del mundo le costó a Hemingway ser adjetivado con todo tipo de tópicos sobre su persona. Cundió el mito del macho americano, la virilidad explícita, agrandada por sus costumbres cotidianas, su afición por la caza -dicen que con doce años ya empuñaba carabinas-, los toros, el boxeo,... El mismo Hemingway se encargó de venderse a sí mismo como una traslación isomórfica de sus propios personajes. No solo se conformaba con escribir, sino que a medida que iba configurando su visión del mundo a través de su literatura, sentía que él mismo debía ser coherente y adoptar la postura existencial de sus creaciones. Nace Ernest Hemingway como personaje, como mito más allá de su obra. No sabemos si fue la vida quien creó al personaje o al revés.

En España, Hemingway era el extranjero envidiable. Viril, con éxito y dinero, podía hacer lo que le apetecía. Su pose agreste, de macho imponente, sintonizaba con la visión del varón español de posguerra, bebedor, amo de su casa, polinizador impenitente, con esa hombría de entrepiernas, a lo Varón Dandy y Soberano. España por entonces era cosa de hombres; hoy también, pero no tanto. Dicen algunos que vuelve ese estilo de hombre, feromonizado, a lo Berlusconi, que actúa y luego pregunta, bruñido y con pelos en el pecho. Modas, supongo.

Pero volvamos al tema. Hemingway ya antes de ponerse frente al papel en blanco era un culo inquieto. Desde pequeño se interesó por las actividades físicas; jugaba a waterpolo y a rugby. Durante la Gran Guerra fue condecorado con la Medalla de Plata al Valor por salvar a un compañero. De vuelta a la vida civil, se afinca en París, rodeado del ambiente creativo de la bohemia francesa. Tras su participación en la Segunda Guerra Mundial, escribe su obra más conocida y la que quizá refleja con mayor transparencia su filosofía de vida, El viejo y el mar, que le valió el Pulitzer en el 53. Vivirá 10 años en la Cuba de Castro, con el que mantendría una prolongada amistad. En el 61, se voló a sí mismo la cabeza, no se sabe si por accidente, por voluntad propia o a causa de su alcoholismo o del principio de Alzheimer que padecía. En cualquier caso, tras El viejo y el mar no volvió a escribir apenas y vivía recluido en sus recuerdos de juventud. Envejecer no fue para él una opción; si uno no puede valerse por sí mismo, si no puede actuar sin limitaciones, con pasión, ¿para qué vivir? Hasta en su muerte, Hemingway logró inmortalizar su mito, convertirse en un personaje más. Jamás sabremos quién se escondía tras la máscara. Obra y figura hasta la sepultura.

Ramón Besonías Román

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