¡Y yo que nunca lloro!


Acostumbrado a destilar emociones a través de los personajes que imagina, Llosa se sorprendió al bajar del atril de que fuera capaz de llorar, él que nunca lo hace. Quizá la consciencia -detonada a partir de los flases del premio- de llevar toda una vida dedicado a lo que mejor sabe hacer (lo único, en palabras de su mujer) rescatara de él sentimientos contenidos, le obligara a ver al hombre tras el papel en blanco, tras la mano que mece la pluma, más allá del personaje mediático, del escritor, del Nobel, del fabulador. La vida una vez más se impone. Llosa nos lo recuerda en su discurso, una autobiografía a fin de cuentas, trayendo a su memoria seres amados y circunstancias a las que dice deber quien es hoy y el mérito que la Academia Sueca le otorga.

Sus primeras palabras durante la lectura del discurso no nacieron de la imaginación, tampoco de una argumentación calculada. Brotaron de la memoria, su memoria emocional: «aprendí a leer a los cinco años». Después trajo al presente a los suyos; a su madre, a la que tanto gustaba emocionarse leyendo los poemas de Neruda; a su abuelo, a su tío, a todos aquellos que conforman su biografía íntima. La literatura es una ficción vivida desde la insatisfacción, un deseo inagotable de ser lo que no existe (aún). «Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz». Pero Llosa, tras hacer registro detallado de su trayectoria y querencias, no pudo sino reconocer que sobrevolamos
siempre sin apreciarlo el espacio aéreo de nuestra infancia, cayendo rendidos a su abrazo, pese a la obstinación por anhelar espacios ajenos a nuestro horizonte. Toda fabulación es autobiográfica, germen de los nombres propios que alimentaron esa insatisfacción o la soportaron con paciencia: la Arequipa soñada, «la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba», el colegio San Miguel, el Teatro Variedades, la esquina de Diego Ferré y Colón. Llosa, el fabulador, existe por Patricia, «naricita respingada y carácter indomable... Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico».

La literatura, pese a ser una ficción, nos ayuda a entender la vida, a resolver su laberinto, confiesa Llosa. Desvela opciones que nunca hubiéramos imaginado sin su arbitrio, un futuro que no está más allá de hoy, sino en la entraña de lo que fuimos, en nuestra memoria. Por eso quizá Llosa evocó sin quererlo el eco impreciso pero certero de su infancia y las emociones de quienes ama. Ellos habitan en clave encriptada su literatura, porque escribir es siempre un acto nemotécnico, una suerte de sortilegio velado por la belleza que fabrica nuestra imaginación. Una huella.

Dicen los científicos que existen tres tipos de recuerdos. Los semánticos son aquellos que aprendemos, los que nos enseñan en la escuela. Los procedimentales son fruto de un aprendizaje práctico, como atarse los cordones de los zapatos. Y por último están los recuerdos emocionales, llamados también episódicos por la manera que tienen de aparecer en nuestra memoria. Las emociones son recordadas a base de imágenes traídas al presente como si nunca se hubieran ido, como si aún pudiéramos vivirlas aquí y ahora, pero heridas por el paso del tiempo no somos capaces de narrarlas con la firmeza y minuciosidad con la que describimos un hecho presente. La literatura despliega su ficción utilizando las mismas herramientas que articula nuestra memoria emocional: imágenes fugaces, ecos repetidos, detalles, sensaciones teñidas de una frágil pero honesta contingencia. No es de extrañar por eso que Llosa no pudiera evitar que las lágrimas escaparan, libres, más allá de la continencia obligada de su discurso, desvelando al hombre que habita tras la ficción. «
¡Y yo que nunca lloro!»

Ramón Besonías Román

2 comentarios:

  1. El premio Nobel, tantas veces acariciado por él pero nunca antes logrado, parece que lo hizo flaquear.
    No es para menos.
    La literatura puede ser ficción, claro, pero - aunque lo neguemos - la realidad se filtra en pequeños detalles como el olor a café que toma el protagonista y se parece al que preparaba madre en invierno, o los nombres de los personajes, o los rasgos. Entonces deja de ser ficción del todo y empieza a tener partecitas del que escribe, casi como un hijo.

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  2. De todo lo leído por Vargas Llosa me quedo con su melancolía, por la nostalgia pura. Piensa que el momento más feliz de su vida fue el momento en que le enseñaron a leer en Bolivia. Es relativamente falso. Aprendió a leer. Lo que no cuento, no del todo, es cómo aprendió a asimilar lo leído, a amarlo. Eso no lo cuenta tan a las claras. Eso es lo que a mí me interesa. Yo creo que en el fondo lo cuenta y le da una autoría: Dartagnan, El Corsario Negro, todos esos héroes pulp.

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