Quítame la vida, pero no matéis la ficción


«Este lugar hace que me pregunte qué sería peor: ¿vivir como un monstruo o morir como un hombre bueno?».

El boceto de un barco se adivina bajo la niebla. Desde el primer fotograma, podemos intuir que todo aquello que veremos a continuación no nos ofrecerá la seguridad de ser real, si acaso s
erá sugerido y con pausa se irá desvelando, como ese barco que llega a Shutter Island y trae consigo un forastero.

Scorsese nos traslada a una isla emocional, un viaje hacia uno mismo, que obliga a vencer las resistencias que el dolor construye para protegernos.
Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) será nuestro compañero de aventuras hacia un desenlace que poco importa que acabe devolviendo al protagonista a la verdad sobre su pasado. En Shutter Island, la investigación psicoanalítica, sabiamente aderezada con un tono hitchcockiano que inquieta y nos hace empatizar con los temores de Teddy, es tan sólo el dulce aderezo con el que Marty demuestra de nuevo su amor al cine, regalándonos con esa frase final un emotivo adagio sobre el arte como salvación, ingenua pero eficaz salida ante una realidad, la de todos los días, que deviene ante nuestros ojos terrible y fatal en las imágenes de un telediario o en la portada de los periódicos.

El cine crea para nosotros, como hace Shutter Island para Teddy, una capa de seguridad, un universo con reglas que más allá de la sala de proyección, se desvanecen, pero que una vez dentro nos sumergen en la vida emocionante de un agente judicial y nos regala una meta, la resolución de una misteriosa desaparición. Si la fantasía se descubre, tan sólo nos queda inventar para nosotros un capítulo más, la odisea bajo las entrañas de ese faro, fabricado del material del que están hechos los sueños.

Scorsese, con Shutter Island, no
sólo homenajea al cine recreando los lugares comunes que a él le emocionan. No se limita a repintar escenas, planos, acordes o fotogramas que evoquen otras películas. La lectura va más allá del envoltorio artístico o argumental. Nos brinda una metáfora sobre la esencia misma del séptimo arte. Y lo hace no desde un enfoque cerebral o meramente recreativo, sino que echa mano de su memoria cinematográfica, de una vida construida con imágenes.

No copia a Hitchcock, lo honra y sobre él y otros cuantos realizadores más edifica su cine, dotándolo de un carácter nuevo y emocionante. Por citar tan sólo un matiz. Hitchcock toma el psicoanálisis en su versión más clásica. El doctor John Cawley (Ben Kingsley) y, por extensión, toda la institución psiquiátrica de la película, vendría a representar ese punto de vista. Un trauma del pasado es la causa del trastorno del paciente. Recrear ese pasado ayudará a sanarlo, es decir, traerlo de nuevo al presente. Pero Scorsese no se limita a este modelo de salud y nos obliga, en un tour de force a recuestionar nuestra percepción de
la realidad y a dejarnos seducir por la ficción.

Scorsese se acerca más a Jung en el enfoque psicoanalítico de la trama. La vida se muestra con mayor vigor y entusiasmo en los momentos en los que el personaje parece estar sumido en sus fantasías. Y sólo al final, cuando la realidad se abre ante sí como un pesado telón, Teddy es infeliz y llora. Hasta la pistola resulta ser de cartón piedra.

No es de extrañar que al día siguiente Teddy decida ser coherente no con la realidad, sino con la ficción, aquella que le hizo, aunque sea unos días, un buen hombre.


Ramón Besonías Román

2 comentarios:

  1. En castizo: chapó, my friend.
    La cita de Baudelaire da el apuntalamiento clásico al post. Genial.

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  2. muy bueno el comentario, lo mejor que he leído. Confieso que la película no me fue clara desde el primer momento, como para otros, ya que esperaba más. Me resultó por momentos aburrida y pesada, y lo que más me gustó no fue la frase final de Leonardo Andrew di Caprio sino la de Ruffalo (no la digo para los que no la vieron..jejej)

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