La filiación política tiene un singular parecido con los mecanismos de adhesión a las religiones monoteístas. Los hay que creen con devoción y acatan con fidelidad, aún a costa de suspender su capacidad de raciocinio, los mandamientos de los dirigentes, a quienes contemplan como poco menos que gurús incontestables, obispos benefactores o incluso dioses encarnados en la tierra. Quienes así creen evitan el diálogo racional, a no ser que sus interlocutores pertenezcan a igual iglesia y similar credo; cualquier argumento contrario a sus mandamientos es interpretado como herejía. Por supuesto, asisten con celo a los ritos de su partido, participan con docilidad en las actividades que sus líderes plantean y asienten con entusiasmo a las proclamas autocomplacientes con las que el sacerdote de turno arenga a sus correligionarios a la guerra santa contra los infieles. Repiten sin perder una coma las letanías que dicta el ritual y se relacionan con el resto de fieles, aplicando las fórmulas lingüísticas heredadas. Ni siquiera en tiempos de crisis dudan de la bondad de sus dirigentes, e interpretan estas fallas como efecto de la maligna naturaleza de la oposición política, nunca como consecuencia de sus propios pecados.
También los hay que se sitúan en el otro extremo del espectro. Pertenecieron en un pasado a una religión, pero renegaron de ella, ya sea porque perdieron la fe o no encontraron en esa iglesia acomodo a sus intereses particulares. Estos últimos es fácil que acaben logrando asilo en cualquier otro templo. Aquellos que ya no creen, sin embargo, viven con impostada comodidad en su nihilismo político, convencidos de que cualquier religión acaba defraudando a quien se acerca a ella, convirtiéndolos en corderos, o peor, en corruptos. Quienes así descreen en realidad hacen de su ateísmo su religión, consiguiendo reunir en torno suyo a un grupo disperso y variopinto de seglares, fieles a la causa. La mayor parte viven, sin embargo, acomodados en una dulce contradicción: por un lado, dan fe de su increencia con marcado histrionismo, pero por otro se dejan llevar por su hedonismo solipsista. Por último, también los hay -los menos, por ventura- que utilizan la terapia del odio y la violencia como desfogue a su propia necedad.
Pero la tipología más extendida es sin duda la de los agnósticos, aquellos que sin creer en ninguna iglesia ni asistir a misa, confiesan tener íntimas convicciones políticas, más o menos estables. En público despotrican contra los sacerdotes, pero cuando llegan las elecciones acaban votando a la misma religión. Son agresivo-pasivos; desfogan su indignación, pero sin actuar contra la causa que la provoca. Escupen contra la institución, pero aman en silencio a su dios particular. Este grupo es tan numeroso que las religiones tienen éxito gracias a su subyacente fidelidad; si tuviera que sostenerse a través de los beatos, ninguna religión pasaría de ser una secta con pretensiones. Digamos que su fe funciona a distancia, teledirigida a través de resortes inconscientes, mecanismos de adhesión fundamentados en el miedo a condenarse en un vacío sin dios. En algo hay que creer, dicen. A alguien hay que votar.
Por último, es justo y necesario incluir una inusual categoría dentro de esta subjetiva taxonomía: los deístas, los ilustrados. Rara avis. Reconocen un dios, pero sin admitir revelación ni adherirse a culto alguno. Poseen convicciones profundas, pero protegen con determinación su independencia intelectual. Creen dentro de los límites del sentido común, reniegan de la ignorancia, del celo irracional a la fe sin el arbitrio de la razón. Observan el ritual religioso como gesto irracional, repetición mecánica para el adoctrinamiento. Entre ellos, los hay que militan en alguna iglesia, pero raramente adquieren notoriedad o cargo; su resistencia al autoritarismo y a una fe ciega les hace entrar con facilidad en el subgrupo de potenciales herejes. Pensar y creer son a menudo dos actividades que se excluyen una a la otra. La religión busca adhesión incondicional, fe sin pruebas, beso al anillo del líder. Sin embargo, los deístas son no tanto una amenaza real, cuando una molesta enfermedad para los sumos sacerdotes, fácil de sajar y eliminar. La clase sacerdotal los interpreta ya sea como molestas moscas buscando sillón o como espías políticos. Rara vez un cargo político escucha los argumentos del hereje; se limita a clasificarlo de inmediato como un agente patógeno.
Por suerte, la actual crisis económica -más allá de su evidente virulencia- está provocando en la ciudadanía lo que Kant llamaba una salida de la minoría de edad política, un creciente despertar del sueño ideológico. La fe en dios (entiéndaseme a estas alturas la metáfora) se pone entre paréntesis, se somete al juicio de la razón. La ciudadanía es a día de hoy más escéptica en materia política de lo que lo era la generación precedente. Pese a que aún actúe bajo las reglas no escritas del agnosticismo, la actividad política es sometida toda ella a evaluación. Ya no se cree sin pruebas; se esperan resultados, hechos. Igualmente, la tradicional legitimidad basada en los liderazgos individuales es cuestionada, exigiéndose modelos de organización política colaborativos, más horizontales, flexibles y transparentes. La autocomplacencia triunfalista del líder vitoreado por masas de creyentes entusiastas da paso a ciudadanos que miran la letra pequeña del discurso. Asimismo, valores democráticos compartidos, más allá de la filiación política, sustituyen como sustrato moral al catecismo ideológico de los partidos políticos, obligando a éstos a repensar su naturaleza y su relación con la feligresía. Sin embargo, esta tendencia sociológica tiene también su anverso. La desideologización presenta una vertiente pragmática e ignorante de los principios democráticos que sustentan nuestra convivencia, lo que provoca un caldo de cultivo idóneo para el aumento de populismos variados y la adhesión a determinadas políticas tan solo por la consecución de beneficios individuales. La pérdida del sentido profundo de lo público como patrimonio colectivo es uno de los efectos perversos de este cambio social.
La ciudadanía española se encuentra en un punto emocionante, pero también inquietante, de su historia en democracia. De la inconsciencia de la adolescencia política debemos pasar a una adultez que, a ser posible, no sacrifique aquello que merece la pena. Recuperar la fe no tanto en la clase política como en los valores que sustentan nuestra vida en común; ese es el reto. Me sumo al adagio de Agustín de Hipona: pensar sin dejar de creer, creer sin suspender el juicio.
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