Leo el titular de arriba y me pregunto por qué en España -supongo que en estos afectos el resto de Europa sopla en la misma dirección- gestos como los de Michelle serían interpretados como una impostada pose actoral, un requiebro maniobrado a mayor gloria del poder. Dermoestética política. Europa es más sabia por vieja que por sensata. Los Estados Unidos, como quien dice, nació ayer, y necesita pasar por su medievo, santificar a sus dioses, adorar sus ídolos de barro, para después, quién sabe cuándo, destronarlos, descubrir el oscuro refajo que los sostiene, el subsuelo inmoral en el que enraíza tanta honorabilidad política. Aquí, en España, pisamos las antípodas; hace tiempo que la sonrisa rutilante del político nos incomoda, no solo por artificial, también por canalla. No está el horno para teatros. No cabe imaginarse -ni ayer ni antes de ayer- a Elvira Fernández Balboa, esposa de Rajoy, anunciando el Goya a la mejor película. No sin someterse a la mofa popular. Más allá del charco aún creen con inocente complicidad -no todos, supongo, pero un buen puñado- en una legitimidad ungida por telúricas fuerzas que aseguran a quien gobierna saber que está del lado correcto, que su guerra profana se juega del lado ganador, el de los buenos.
In God we trust, reza el lema nacional de los Estados Unidos. Supongo que se refieren al dios dinero, a una divinidad globalizada que mantenga contentos a todos, independientemente de la confesión que profesen, con tal de que el espíritu nacional se mantenga inalterable, la sensación de haber sido elegidos por vete tú a saber qué ridícula deidad para regir el destino del mundo libre... y más allá. Los Estados Unidos no tienen monarca, pero como si lo tuvieran; su republicanismo proyecta su necesidad de sometimiento a un orden superior que justifique actos cuestionables y dote de sentido sus acciones, que aglutine la diversidad en un discurso unificador.
Mientras tanto, la Europa descreída, de vueltas de todo y revuelta, destrona una vez más a sus dioses, los pocos que aún le quedaban, en busca de otros que satisfagan su sed de justicia. Ni siquiera la monarquía -una de las pocas instancias consuetudinarias que malviven- parece ser lo que debiera. Hasta el poder religioso, la promesa ratzingeriana del renacer de la cristiandad, queda ahogado por la mezquindad que fagocita las instituciones desde su médula. Si dios no existe, todo está permitido, todo es posible, sentencia el adagio de Dostoiewski. Un aire fresco, instando a una refundación moral y política crece a pie de calle. Mientras los Estados Unidos vitorean con entusiasmo a sus dioses imberbes, Europa languidece para renacer de sus cenizas.
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