Al igual que un dios travestido de zarza ardiente sentencia a Moisés la perogrullada identitaria yo soy el que soy, el alcalde Tom Kane, alma mater de la inquietante serie televisiva Boss, espeta a su atribulada hija un aforismo similar, con el que intenta excusar su conducta tiránica al frente de la ciudad de Chicago: la vida es lo que es, esto es lo que hay. Uno tan solo juega con inteligencia las cartas que la naturaleza cruel le da, pero no puede cambiar sus reglas. Tan solo puede aplicar con determinación una razón instrumental implacable, que le conduzca a sus objetivos a través de un ejercicio de limpieza de obstáculos, sorda a cualquier imperativo moral. Como ya señalara siglos atrás Maquiavelo, el estadista no puede permitirse representar el rol de ser libre que interpreta el ciudadano. Un gobernante se debe a la empresa incansable de mantener el poder a salvo, sólido y libre de intereses que lo desestabilicen. Si para ello ha de utilizar medios que una moral cívica detestaría, debe hacerlo sin pestañear.
Ahora bien, ¿dónde acaba el servicio a la ciudad y empieza el totalitarismo? En otra escena de la serie, Ezra Stone, asesor político de Kane, se confiesa defraudado por su mentor, quien a su juicio ha perdido esa voluntad de servicio y ya tan solo parece motivado por intereses particulares que eliminan la legitimidad interna de sus acciones. Stone afirma haber seguido a Kane en sus andanzas políticas con fidelidad y sin temblarle el pulso, pese a que muchas de sus decisiones llevaran asociada la necesidad de cometer actos deleznables (incluido asesinatos). Pero ha llegado un momento en el que las motivaciones del alcalde parecen regirse por la irracionalidad (asociado por guión al descubrimiento de una enfermedad degenerativa irreversible). Stone acepta sin problemas que el alcalde apruebe la extorsión, las amenazas, el asesinato, excusado en una inquietante racionalidad política, pero rechaza moralmente que Kane actúe movido por criterios emocionales. Una paradoja solo en apariencia. El poder político, como cualquier otra acción humana de dudosa moralidad, necesita legitimar su conducta bajo códigos éticos justificatorios, a fin de sostener emocionalmente su coartada. Bajo un principio ético universal, poco importa si Kane ordena asesinar a sus oponentes movido por razones políticas o particulares. En ambos casos obra mal. Sin embargo, su asesor político solo siente remordimientos cuando empiezan a aflorar las motivaciones emocionales que alimentan el poder absoluto, nunca bajo el velo legitimador de la racionalidad instrumental.
Esta lógica, a mi juicio, define de manera explícita la estructura misma del poder político contemporáneo, sustentado en un modelo de racionalidad instrumental mayestática, vendida como necesidad y ajena a la voluntad de la ciudadanía. El poder absoluto se presupone, pese a que las reglas democráticas lo rechacen. De hecho, la democracia queda reducida a mera superficie, chasis que justifica la legitimidad del poder, bajo el engaño de una supuesta soberanía popular. Afirma Kane en otra de sus suculentas sentencias de guión que los ciudadanos desean un poder que les ofrezca seguridad; quieren ser gobernados por alguien que les asegure que sus necesidades son satisfechas. Poco les importa si para ello el gobernante ha de utilizar medios abyectos, con tal de que cada cual tenga cubierta su ración de bienestar y las apariencias se mantengan protegidas contra el escándalo que supondría hacer públicas las cloacas del poder. El sistema de compensación moral es perfecto; ambos, ciudadanía y gobernantes, quedan libres de remordimiento. Kane sustenta su legitimidad en su eficacia, alivia su sentido moral bajo el velo de la honorabilidad de su servicio público. La ciudadanía, por su parte, hace oídos sordos al subsuelo político mientras éste permanezca oculto y no acabe afectando a su cota sostenible de bienestar. Todos presuponen que para que un país sea próspero debe ser regido por gobernantes a los que no les tiemble la mano, que sepan cuándo es necesario renunciar a su moralidad a fin de proteger los intereses generales. Ahora bien, si el gobernante no sabe mantener las apariencias a recaudo o no es capaz de equilibrar de manera inteligente el aguante del ciudadano dentro de unos márgenes aceptables, entonces perderá su legitimidad y será sometida su inmoralidad a escarnio público. En este escenario, la ciudadanía queda libre de culpa y asume el papel de víctima sin responsabilidad, pese a haber cedido pasivamente al gobernante su potestad absoluta, a la espera de obtener a cambio una aceptable ración de bienestar.
A su vez, esta lógica totalitaria, protegida bajo un velo de mezquina moralidad, se sostiene a través de las consecuencias que alimentan el dilema del prisionero. Ningún agente político espera de su adversario, ni siquiera de su leal correligionario, otra motivación que la adquisición de poder como único horizonte y la aplicación de cualquier medio que esté a su mano para lograr sus propósitos. La retórica bienpensante que adorna el discurso democrático es tan solo la capa superficial que asegura a los votantes no sentir remordimiento por ceder el poder absoluto, sin más cláusula que la temporalidad, con tal de mantener su estatus. No es extraño que la preocupación del pueblo soberano por la corrupción institucional encuentre su mayor grado de insatisfacción en tiempos de crisis económica y zozobra política. Bajo circunstancias óptimas de bienestar, nuestro sentido moral suspende su rigor, autoconvenciéndonos de estar viviendo en el mejor de los mundos posibles. Poco importa si el gobernante ejerce su poder, ajeno a los límites legales y morales que sustentan el orden constitucional. Ande yo caliente...
Cabe pues, más allá de la mera intuición, sospechar que el orden democrático se sustenta sobre las mismas estrategias que hacían posible el absolutismo, con la diferencia de que en el sistema monárquico y en ciertos totalitarismos el poder se ejerce sin el recurso sutil a una capa inconsciente que adorne su discurso a través de mecanismos de publicidad, recompensa y supuesta transparencia moral. La ciudadanía cada vez somos más conscientes de la oscura maquinaria que sostiene el poder político contemporáneo, aunque asumimos nuestra lucidez convencidos de no poder transgredir su orden, pese a que el poder legítimo de las democracias se sustenta en el pueblo soberano. Esta impotencia tiene su base en el inquietante sistema de compensaciones que equilibra el sistema, basado en el consumo (excedente) como gasolina que autogestiona inconscientemente nuestra capacidad de resiliencia. No en vano democracia y capitalismo son eficaces aliados que trabajan mutuamente para lubricar la máquina social. Y seguirá siendo así a no ser que por virtud del azar la ciudadanía declinemos seguir alimentando esta eficaz fábrica de deseos.
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