Leo en la prensa: "El 73% de los españoles cree que el país está al borde del estallido social". Menos lobos. Es fácil confesar a una fría encuesta el cabreo que provoca este estado de cosas y hacer del desconsuelo pesimismo hacia el futuro. Pero de ahí a pensar que estas emociones llegarán a convertirse en detonante de conflictos violentos...
Tan estúpido es hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles como arengar al colapso social. La encuesta y el foro digital son alimento viral para el exceso, a menudo malintencionado, y casi siempre teledirigidos por quienes quieren hacer de ellos lumbre para su casa.
Tan estúpido como inútil. La sociedad española es dócil, temerosa de los dioses. Su furia es verbal, terapéutica. Olvida con facilidad con tal de tener el culo caliente. A menos que Rajoy demostrara un poco de eficacia, el agravio tornaría en requiebro enamorado. Y a poco que siga en su linde, el desamor hacia el PSOE se transformará en amigos para siempre.
No hay que olvidar que la ciudadanía ilustrada (o no) que puebla las redes sociales, inundándolas de indignación, son a nuestro pesar minoría. O por lo menos no poseen suficiente fuerza como para mudar afecciones electorales. Sin embargo, sí operan a modo de disipadores de energía negativa. Sueltan fuelle en la red, pero después, en el mundo real, ya más desahogados, recuperan autoestima política y acaban cediendo al juego habitual. Digamos que la red es un eficaz socioterapeuta al servicio de la clase política. Dispara tweets imperativos que la realidad transforma en inofensivos.
No indigna tanto la deshonestidad política, el robo impúdico de dineros públicos, cuando nuestra faltriquera está llena. Sin embargo, que se nos robe mientras en nuestra casa arrecia la pobreza... O todos pobres, o todos ricos. Esa es la regla básica de la indignación popular. Mientras yo me llene mi parte, qué me importa si aquel otro desvía fondos que son de todos. Siempre fue voz popular que la política estaba repleta de chorizos, pero mientras hubo pan y trabajo, se interpretaba como un mal residual del sistema, una cloaca sostenible. Incluso como ciudadanos también nos sumamos a la fiesta. Quien no defrauda es tonto y quien dice la verdad, incomoda.
Por eso (y más cosas) no me creo esta teoría del colapso social. Claro que el pueblo está hasta las narices, que figuradamente se caga en la progenitora de más de un politicastro malamadre. Pero de ahí a tender literalmente su posadera en Moncloa para evacuar esfínteres, mucho es decir. Somos anarquistas de prosa ágil y gatillo desviado. En el fondo, nunca dejamos de confiar en que papá Estado, cual Cristo escatológico, acabará salvándolos de nuestra mala suerte. Los pecados quedarán perdonados y el mundo, redondo o no, seguirá rodando bajo la misma lógica inquietante que lo hizo desde el comienzo de los tiempos. El vivo al bollo, sálvese quién pueda y aquí no ha pasado nada (o casi).
La clase política sabe bien la mecánica inmutable que mueve el sentir popular y en consecuencia opera sobre seguro, mueve ficha lo justo, haciendo de nuestro miedo oportunidad.
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