¿Quién tiene derecho?



Reza el titular de una noticia en un periódico digital: "¿Quién tendrá derecho a los 400 €?" La pregunta sugiere no pocas reflexiones, dudas incluidas. Tener derecho es una expresión que puede quizá llevar a engaño, o ser utilizada para arrimar el ascua a la sardina de cada cual. Si recurrimos al más llano sentido común, podríamos afirmar sin equivocarnos que la función esencial de todo gobierno es la protección y fomento de derechos básicos. En primer lugar, todo gobierno tiene que procurar que nadie dentro de su territorio pase hambre, tenga cobijo y pueda acceder a un trabajo con el que proveer a su familia de bienes esenciales. No estamos hablando de comprar una PlayStation o un móvil de última generación. Estamos hablando de lo básico. Aquel gobierno que no sea capaz de lograr un equilibrio sostenible en la provisión de bienes de primera necesidad para todos y cada uno de sus ciudadanos, es un gobierno ineficaz y debe ser sustituido por otro que logre mejorar lo presente. Este debiera ser el criterio básico de verificabilidad del buen gobierno. Este debiera ser el criterio primordial para que el pueblo soberano exija su cese. El abastecimiento de un nivel básico de bienestar es la tarea número uno de todo gobierno. Por encima de ella no deben existir otros intereses, ni siquiera la satisfacción de las condiciones impuestas por la Unión monetaria. De lo contrario, el gobierno incumplirá un deber no solo constitucional, sino moral con la ciudadanía a la que debe su legitimidad. 

Pero volvamos a la pregunta: ¿quién tiene derecho? Desde la postguerra, los Estados modernos son concebidos como Estados sociales, proveedores de bienestar colectivo, huyendo así de las diferencias clasistas que caracterizaron a tiempos pretéritos. Solo un criterio moral de justicia social puede satisfacer la función del Estado como sostén del bienestar común. Así, el derecho de unos no puede ser excusa para debilitar los derechos del resto. Ahora bien, en tiempos de bonanza, este equilibrio aseguraba un consenso social aceptable, ya que la gran mayoría de la ciudadanía tenía acceso a bienes básicos. La actual crisis económica trastoca el concepto mismo de lo que debe ser o no un "derecho", de los bienes que deben ser protegidos a toda costa, frente a otros superfluos o secundarios. Las crisis provocan que el Estado deba atender de manera prioritaria a aquellos ciudadanos que ya antes estaban en riesgo de exclusión social o que han pasado de ser un miembro más de la extensa clase social a convertirse en ciudadanos sin recursos básicos. Las clases altas pueden haber notado la crisis financiera, pero están provistas de ahorros suficientes como para mantenerse a flote. Es pues una responsabilidad del Estado mantener un equilibrio en los sacrificios que exige a la ciudadanía, en función de la renta y las propiedades que poseen. Es incierto que todos seamos iguales. La crisis golpea de forma desigual; por lo tanto, las medidas deben arbitrarse de manera también desigual. 

Este principio de justicia social permanece ausente en la política económica del actual Ejecutivo, quien insiste en adoptar un criterio tecnocrático, ajeno a las verdaderas necesidades que de manera acuciante requieren la intervención del Gobierno, por pura convicción moral. Los conservadores están convencidos de que la ciudadanía no puede volver a conseguir el bienestar perdido si no se articulan medidas que recuperen la confianza de aquellos que regentan el poder económico. Mientras esto sucede, el ciudadano debe resignarse a realizar todos aquellos sacrificios que tengan como resultado la confianza del sector financiero. Por supuesto, no entra dentro de esta estrategia asustarles con políticas económicas que graven sobre las rentas altas, limiten los privilegios del orden financiero o impongan condiciones a la banca. Y de exigir trasparencia y  sacrificios a la clase política ni hablamos. Los árboles menos arraigados en tierra serán aquellos a los que se lleve el temporal. Pura y dura lógica darwiniana. 

Ramón Besonías Román

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